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ENTREVISTAMOS A ANITA SIRGO, LA GUERRILLERA DE LOS TACONES

Anita Sirgo: "Nosotros luchamos y conseguimos cosas durante el franquismo, y eso que teníamos una pistola detrás"

Anita Sirgo fue una militante obrera durante las huelgas mineras de los años 60 que marcaron un punto de inflexión en la oposición al franquismo. Las torturas que sufrió y el rapado del pelo provocaron protestas de los intelectuales españoles. Nunca abandonó la militancia y aún sigue cabreada por las injusticias sociales y el retroceso en las luchas.

Anita Sirgo Liliana Peligro

Lanzó maíz a los pies de los esquiroles, y los esquiroles se dieron la vuelta. “Lo hacíamos para llamarles gallinas”, explica Anita Sirgo (Lada, 1930). Eran las huelgas mineras del 62, en Asturias, los trabajadores habían pasado un mes de penurias y algunos querían volver al trabajo, movidos por la necesidad. De esta manera, maíz mediante, la huelga se alargó y consiguió sus objetivos.

Sirgo cuenta esta historia en la cocina del humilde piso donde lleva viviendo casi 70 años, en el barrio obrero de Lada, Langreo, un conjunto de edificaciones obreras con fachada de baldosa en uno de los corazones de la cuenca minera. Cuando llevamos, bajo el cielo gris típico de estos valles, cae esa lluvia ligera y desganada que los asturianos llaman orbayu. Se respira cierta tristeza en la cuenca.

En casa de Sirgo hay fotos de Carrillo y Pasionaria, que la visitaron, y, sobre la mesa, un cenicero dorado y macizo con una hoz y un martillo que reza: Partido Comunista de España. “Yo no engaño a nadie”, bromea mientras enseña su nutrida colección de carnets del PCE. “Oye, si llego a saber que venís a estas horas os preparo fabada”.

En los años de las huelgas Sirgo, hija de guerrillero fugao enterrado en una cuneta (llamado Avelino Sirgo), a punto de ser enviada a la Unión Soviética junto con tanto otros “niños de Rusia”, enlace de la guerrilla, esposa del minero del pozo Fondón Alfonso Braña, organizó grupos clandestinos de mujeres que apoyaban a sus maridos e hijos en los conflictos que iban menudeando después de la guerra.

Repartían pasquines, recolectaban ayuda en forma de alimentos, transmitían mensajes, un gran esfuerzo de organización en una época en la que, como esta mujer recuerda, aún no había teléfonos móviles. Las condiciones laborales de los mineros eran pésimas: “Mi marido trabajaba toda la semana con la misma ropa mojada, la silicosis afectaba a los más jóvenes. Solo queríamos mejores condiciones, jabón, agua caliente, toalla, ropa de trabajo”, recuerda, “y las conseguimos, pero luchando mucho”.

Para muchos, la huelga del 62, que comenzó con la sanción impuesta a siete picadores del pozo Nicolasa y se extendió durante dos meses a 60.000 trabajadores, incluso por otras provincias y con repercusión internacional, supuso un punto de inflexión en la lucha por las libertades durante la dictadura franquista que acabaría desembocando en la democracia.

La llamaron la Huelga del Silencio y dijeron que “hay una luz en Asturias que ilumina a España entera”. Hasta Pablo Picasso pintó una lámpara minera en solidaridad. José Solís, ministro-secretario general del Movimiento y la llamada “sonrisa del Régimen”, se vio obligado a negociar directamente con los huelguistas.

Sirgo es un símbolo de la lucha que se dio en la cuencas, zonas ahora deprimidas que pierden su principal actividad, la que les confirió la economía y el carácter: en 2018 está previsto que se acaben las ayudas que sostienen la minería. “Todo sale de la mina”, dice un refrán de la zona. Ahora de la mina sale ya poco, y la actividad de estas comarcas languidece, con pocos estímulos, entre ellos las prejubilaciones mineras. La despoblación amenaza.

Debido a sus actividades clandestinas y huelguísticas, Sirgo acabó dando con sus huesos en el calabozo del cuartel de la Guardia Civil de Sama, con su compañera Tina Pérez. Aunque tiene maneras de abuelita amable, aún se enciende cuando lo recuerda.

“Allí nos pusimos a dar en los muros con los tacones, oímos las palizas que les daban a los hombres, abrimos el ventanuco y empezamos a gritar para que nos oyeran los vecinos que paseaban en la calles alrededor del cuartel”, recuerda, “los policías entraron como lobos y nos dieron patadas y puñetazos hasta que nos callamos. Ahí me dejaron sorda de un oído”. Dijo que estaba embarazada, para evitar la paliza. “Mejor, un comunista menos”, respondieron los guardias.

Luego les interrogaron, tratando de que delataran a otros cabecillas mineros, pero no cantaron. “Si hubiésemos hablado hubiera caído medio Langreo”, dice, “aunque entiendo a los que flaquearon: se sufría mucho allí dentro”. A cambio, los policías les raparon el pelo. “Luego nos dijeron que lleváramos pañoleta, para que la gente no viera lo que nos habían hecho, pero nos negamos”. Así que las llevaron a la cárcel de Oviedo, hasta que el pelo volvió a crecer.

Las huelgas, en general, las mujeres rapadas y la brutal represión, en particular, generaron una ola de solidaridad en España. Casi 200 intelectuales presentaron una carta de denuncia para Manuel Fraga, entonces ministro de Información y Turismo, firmada por Tierno Galván, Gabriel Celaya, José Bergamín, Juan Goytisolo, Fernando Fernán Gómez, José Manuel Caballero Bonald entre otros.

Denunciaban torturas, castraciones, secuelas psiquiátricas, muertes en los calabozos. Posteriormente Sirgo fue una de la personas que se sumaron a la querella presentada en Argentina contra los crímenes de la represión franquista. Quiere que su torturador, el capitán Caro, se siente en el banquillo de los acusados.

En su vejez, Sirgo sigue activa contando su historia, manteniendo viva la memoria, recibiendo homenajes. Dice que durante años preparó la mejor fabada que se servía en las famosas fiestas del Partido Comunista, en Madrid. Ahora la situación le enfada: lamenta que el ciclo de protestas contra la crisis haya desaparecido de las calles.

“Nosotros luchamos y conseguimos cosas, y eso que teníamos una pistola detrás. Ahora no hay pistola, pero quieren quitárnoslo todo, y parece que tenemos que empezar desde cero. Eso me revienta”.

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