El aterrador momento en que un estudiante de piloto abre la puerta de un avión en el aire
TRAUMAS, LA PRIMERA EXPERIENCIA SEXUAL O EL BULLYING FAMILIAR
Las palabras malditas de tu infierno personal adolescente no eran "te dejo porque me gusta otro de clase" o "¿te crees que porque salgan todas tus amigas vas a salir tú también?", sino "¡Oye! ¿Por qué no hacemos una fiesta en la piscina?".
Todo podía marchar dulcemente, podías encontrarte en una semana en la que nadie te hubiese mirado mal en el vestuario, en el que ninguna voz por el pasillo del instituto hubiese comparado tu cuerpo con el de algún animal, pero, de pronto, el plan chispeante y luminoso de las carnes de tus coetáneos bañadas de sol, agua azul y Blue Tropic con whisky robado, se volvía oscuro, lleno de una amarga violencia.
Porque expuesto a ese sol, a esas aguas y, sobre todo, a esas miradas, estaría tu cuerpo inmenso, descontrolado, esa carga que sentías como un saco informe. Es casi una imagen de tragicomedia indie: efebos y ninfas bebiendo de sus cálices y refrotando sus cuerpos en un fiestorro mientras, en un rincón, la niña gorda espera a que no le pase nada. Se oculta, pero es demasiado grande para no ser vista.
"Llega un momento en la adolescencia de una gorda -dice Jimena- en el que ya no quieres ser delgada, porque eso no puede ser, sino, directamente, ser invisible".
'My mad fat diary' o el personaje de Kate en 'This is us' reflejan perfectamente cómo se van desarrollando este tipo de percepciones dramáticas del propio cuerpo a lo largo de la infancia y la adolescencia. Desde el primer machetazo, en el que la niña feliz no consciente de su masa corporal se da cuenta por primera vez de que, para el resto de la sociedad, "es una gorda", hasta la adulta en permanente lucha contra sí misma y su cuerpo, pasando por todo tipo de rechazos y traumas amorosos.
Si hay algo en lo que coinciden los múltiples entrevistados, es en esa certeza que tenían en la pubertad de que jamás gustarían a nadie. "Me parecía imposible gustarle a una mujer"; "mi propia madre me decía que si no perdía peso no le gustaría a ningún chico"; "cuando mis amigas hablaban de perder la virginidad, yo lo sentí como algo que nunca iba a pasarme a mí"; "cuando tenía la fantasía de besarme o acostarme con alguien, nunca me imaginaba a mí mismo, sino a otro chico delgado; en mis fantasías nunca aparecía yo"...
La seguridad del rechazo y la vivencia de la sexualidad como algo que les sucede a otros, y la proyección mental de uno mismo como alguien con otro cuerpo es también una constante en estas historias. En uno de sus capítulos iniciales, 'My mad fat diary' muestra la fantasías de una joven gorda de forma muy gráfica. Rae, la protagonista, "se deshace" de su cuerpo, abriendo la cremallera, abandonándolo en el suelo y emergiendo de él como la sílfide que muchas adolescentes desearían ser.
La adolescencia incluye ya, por defecto, una especie de disforia más o menos leve por el propio cuerpo, sea como sea el mismo. Seas como seas, lo más probable es que sientas que te estás transformando en un monstruo. Si ampliamos más, la vida en sí misma viene con un pack de descontento y difícil carga de esa funda del alma que llamamos cuerpo: hay que cuidarlo, trasladarlo de un lugar a otro, se resiente ante las inclemencias de la vida y a veces duele.
Y después están estos duendecillos malignos que rigen las modas y que nos hacen sentir, independientemente de nuestro peso, como si vistiéramos una especie de inmenso y pesado traje biológico. "Hay una sensación perpetua de que sobras por todas partes, de que eres demasiado grande para cualquier canon de este mundo", dice Jimena.
Fran recuerda anécdotas incómodas: "Sentarme en un banco y partirlo por la mitad, tropezar muy borracho en un concierto y tirar a cuatro tíos al suelo, no caber en sitios...". En lo de la borrachera, curiosamente, muchos coinciden.
"En este mundo, no es lo mismo pesar 60 kilos y estar borracha en un bar que estar igual de borracha pesando 100 -dice Jimena- Siempre parece que todo lo que haces es excesivo, estridente".
Obviamente, tampoco es lo mismo estar gordo que estar gorda. "Vengo de una familia de gordos -cuenta Marina- Todos son gordos (o lo eran), mis hermanos son gordos, pero estoy segura de que mi hermano no sufrió el bullying familiar como lo sufrí yo. La gordofobia en mi familia es algo patológico. Gordos asqueándose de otros gordos. Recuerdo a mi prima con un cuchillo en la mano diciendo que se iba a rebanar los muslos".
Jimena coincide en esta viviencia: "Un chico gordo, en el instituto, podría resultar un tipo fuerte, amenazador, con cierto aire peligroso. Una chica gorda, en cambio, no tenía esa fuerza para nada. Ser una gorda era ser vulnerable".
Y, por supuesto, los problemas no se reducían a las bromas o al acoso escolar, sino que se alargaban dramáticamente hasta alcanzar el terreno de la familia. La casa y los que deben cuidarte como terreno minado, fuente de amenazas y descontento constante. Los recuerdos fluyen a un ritmo vertiginoso, como si algunos de los entrevistados tuviesen un disparador preparado para largar fuera toda esa rabia.
"Recuerdo comer y que me miraran mal, aunque fuesen ellos mismos los que me servían la comida en el plato", cuenta Marina. Jimena, criada en un hogar en el que la única que tenía sobrepeso era ella (según se comentaba, había salido a una abuela ya fallecida que era bastante fornida), creció entre continuos comentarios de ese tipo.
"Me decían constantemente que me controlara, que comiera menos, que hiciera más ejercicio. Había un constante descontento con cómo les había salido yo", recuerda.
También Fran se acuerda de la cruz de los comentarios familiares: "Mi abuela tenía una especie de báscula de precisión en los ojos y me decía con exactitud cuánto peso había ganado o perdido desde la última vez que me había visto, y lo guapo que estaría más delgado". Eso siempre: el latigazo disfrazado de piropo brilla en algún lugar de todas estas conversaciones. "Qué pena, con esa cara tan bonita", le decían a Marina desde que entró en la adolescencia.
"Hay gente que ni bien te ve, te dice cosas como "te me has engordado" o "qué bien estamos comiendo" -cuenta- Como si el plural o la pertenencia lo hiciera menos cruel". El mundo como enemigo, miraras a donde miraras. Tus propios creadores, tus más feroces críticos.
"Mi madre -cuenta Marina- llegó a tomar yodo, anfetas (y dármelas a mí en la adolescencia) para que adelgazara. Ejercicio no, eso nunca. Dieta no, eso tampoco. Ellos no iban a hacer dieta ni ejercicio, pero a mí me machacaban la cabeza". Ramón, sin sentir esta presión familiar, sí que recuerda una relación distinta con la comida:"Recuerdo estar "a dieta" desde pequeño, compartir "tratamientos" con mi madre. Los bollicaos, petisuises y todo ese tipo de alimentos industriales enfocados a la infancia que eran cosas que tomaban los otros".
Atrapado en tu cuerpo y en tu rincón, pensabas que el amor nunca llegaría para ti. Y llegaba, pero ya había daños internos en tu estructura que te podían hacerte difícil vivirlo con naturalidad. "He tenido relaciones patológicas con mis parejas o rollos -cuenta Marina. Pienso que si me desean es que soy deseable, que si me quieren es que soy querible, que si les gusto es que soy gustable...".
"En su momento, me parecía imposible que pudiese gustar a alguna mujer -recuerda Fran- Pero resultó que sí, que a algunas gusté, pero recuerdo que en mis primeras interacciones sexuales el paso para mí más difícil era el de desnudarme".
Ramón reconoce que es algo que deja secuelas: "Hay una mierdecilla muy al fondo de mi cabeza que no me gusta nada pero que está ahí que cada vez que estoy o he estado con una chica digamos "normativa" o que "está buena": el gordito acomplejado se lo toma con un sentimiento mitad victoria, mitad síndrome del impostor".
Puede resultar complicado llegar a creerse ser deseado o amado en un mundo en el que el cariño, el triunfo, el éxito, la belleza y el amor parecen confluir en la figura de un ente necesariamente delgado.
¿Cómo es la adultez de los eternos niños o adolescentes gordos? "Algunos adelgazamos; yo adelgacé -cuenta Jimena- Fue una mezcla de cosas: tu vida cambia, ya no te cocina tu madre, aprendes a comer distinto, pasas por baches de la vida y adelgazas unos kilos... Pero dentro siempre sigues siendo la niña gorda".
A pesar de ser, al igual que Jimena, un adulto de complexión normal, Fran reconoce que el sentimiento de niño gordo permanece un poco para siempre: "Me sigue dando vergüenza estar en bañador (más que estar en pelotas, curiosamente). Con los años he ido aceptando algo mejor mi físico, aunque sigo conservando algunos dejes de niño gordo, como el llevar siempre ropa ancha".
Y siempre queda la eterna duda, el no saber exactamente qué es uno ni cómo es, la trampa de la autopercepción. "A veces -comenta Marina- me resulta extraño que nadie haga comentarios al respecto, porque, si no hay comentarios, en mi cabeza quiere decir que he engordado. Como es tan normal hablar de tu peso y como se celebra tanto que hayas perdido unos kilos, yo ya asumo que si no me dicen nada es porque estoy más gorda".
Casi todos coinciden en que las cosas mejoran al llegar a la madurez, pero que siempre hay un miedo, una sospecha. "Por ejemplo -cuenta Ramón- Lo de comer a escondidas o dar un rodeo dentro de mi propia casa para que no descubriesen mis incursiones en la nevera son actos inconscientes en los que aún me descubro hoy en día".