El aterrador momento en que un estudiante de piloto abre la puerta de un avión en el aire
SIETE DÍAS DE CONFESIÓN EN IGLESIAS DE MADRID
Hablar con Dios por primera vez, en mi alma de niña sin bautizar, había sido como tomar contacto con los extraterrestres. Recé todas las noches hasta que me aburrí, repitiendo la letanía que me habían enseñado las nietas de la vecina.
"¿Pides para que a tu padre le crezca el brazo?" -le pregunté al fin a la pequeña. Su padre tenía un brazo normal y el otro pequeñito, con dos dedos con uñas raras, que daban mucha impresión. Se rió de mí y dijo: "Esas cosas no se piden". "Pues vaya mierda", le respondí. ¿De qué servía entonces rezar? ¿Acaso no era Dios un mago?
Más adelante, pude entender perfectamente que la vida era jodida, y que más que de deseos absurdos, lo de Dios iba más de tener un norte moral, un pañito suave de franela para derramar lágrimas y pensar que no somos sólo animales dándonos de cabezazos por este planeta.
Pero una educación salvajemente laica había borrado cualquier posibilidad de pensar que era algo más que un animal dándome de cabezazos. Aprendí, de alguna forma, a cultivar una especie de espiritualidad propia de animal que me permitiese vivir sin darme cabezazos, o dándomelos suavemente.
A pesar de todo esto, o precisamente por ello -la atracción por todo lo que en casa te han dicho que está mal mientras blanden una barra de tofu- me encanta entrar en las iglesias, la Semana Santa, la liturgia curiosa y los rezos. A veces, por puro placer estético, recito la Salve, que no deja de ser uno de mis poemas preferidos. Paralelamente a todo esto, cultivo una repugnancia a curas y demás elementos de la Iglesia.
Casi todas las comuniones, bautizos y bodas católicas me parecen una gran farsa, un negocio vergonzante despojado de cualquier espiritualidad, y tengo incluso un mail tipo para declinar la invitación cada vez que me ofrecen asistir a alguna.
No hay nada que me dé más grima que la hipocresía católica, o alguien diciendo "soy católico, pero no practicante". No puedo evitar, en cambio, cierta admiración cuando una persona se muestra tremendamente consecuente con sus creencias católicas, lee la Biblia con placer, piensa sobre ella, es capaz de defender sus ideas y de ver las grandes cagadas de la Iglesia.
Me provocan especial arrebato las muestras de fervor religioso que perciben la disonancia entre la Iglesia tal y como actualmente la conocemos y la fe, que, en su estado más puro y verdadero, puede no tener nada que ver con señores viviendo del Estado y abusando de niños, o con la capitalización de los ritos católicos.
Un ejemplo que me conmueve es el de cierto amigo mío que, a los ocho años, insistió en que, como muestra de humildad y sencillez ante un dios que promulgaba precisamente esos valores, quería hacer la comunión en chándal.
La primera vez que voy a confesarme, precisamente recordando esa muestra de concordancia con los valores cristianos, siento por un momento el impulso de ir en chándal, pero las veces que he ido a curiosear a la misa de la parroquia cercana a mi casa, he visto que la gente viste con cierta elegancia, y probablemente un chándal resultaría una llamada a gritos indicando que soy una impostora.
Porque sí, según los mandatos de la Iglesia, una persona sin bautizar que va a confesarse estaría obrando mal, o, en todo caso, sin ningún tipo de sentido. En mi caso, sé perfectamente que algunas de mis opciones vitales son contrarias a la Iglesia, pero siento la necesidad de saber cómo trataría un cura de barrio, cara a cara, estas cuestiones.
Me confieso siete veces, una vez cada día de la semana que precede a la Semana Santa. A medida que avanzan los días, empiezo a adoptar una especie de uniforme: una vestimenta y una actitud que creo que me hacen pasar más desapercibida entre los feligreses.
Falda negra por debajo de la rodilla, medias negras, zapatos sobrios, camisa lisa de color claro planchada. Me hago una coleta baja, me maquillo discretamente y me pongo unos pendientes prestados para la ocasión: dos perlitas pequeñas y blancas.
Cuando me miro en el espejo, siento que hasta la expresión me ha cambiado. Estoy, de alguna forma, disfrazándome para encajar, y, como cada vez que me disfrazo, noto cómo el exterior obra algunos cambios en el interior. Recuerdo aquella vez que me disfracé de Pussy Riot con unas amigas y, sin querer, nos fuimos viendo embargadas por una violencia contestataria desatada. Ahora sucede igual.
Es una grandísima gilipollez, pero vestida así, con la actitud interna de ir a confesarme, siento una especie de calma, una protección frente al mundo. Por un momento, entiendo que estar amparada bajo estas creencias quizás haría mi vida infinitamente más fácil. Siento la placidez de la norma, aunque sé que 33 años de vida y pensamiento hereje me han convertido en una oveja descarriada imposible de devolver al redil.
En mi primera confesión, con voz temblorosa por los nervios y el miedo a ser descubierta, la cosa transcurre más o menos así:
Una vez informada de que hay turno de confesiones y de esperar a que dos octogenarias lo hagan antes que yo, me encamino al confesionario, arrodillo junto a la rejilla, y digo las palabras que se dicen en las películas, y que amigos más experimentados que yo me han asegurado que, en efecto, son las correctas.
Casi me da risa la escena, mi tono servil y compungido. Decido ir fuerte desde la primera vez, le digo al cura que no me confieso desde la Primera Comunión (esto es falso, obviamente, porque nunca he hecho la Comunión), y él no parece demasiado sorprendido.
Pero entiendo que necesito ir fuerte, dar una razón de peso para acudir a la iglesia después de tantos años, y le suelto una parrafada, que, aun habiendo sido cierta hace años, cuando tenía catorce, ahora no es motivo de preocupación ni arrepentimiento:
"Tengo pensamientos impuros con una amiga".
El cura parece querer confirmar lo que está oyendo:
"¿De qué tipo?"
Ahí me pongo nerviosa. ¿Si me explayo contándole mi primer enamoramiento de una mujer, a los catorce años, que he decidido recrear para mi confesión en el presente, no me echará del templo, no se dará cuenta de que soy una impostora que está poniendo a prueba la bondad de la Iglesia?
"¿A qué se refiere con "de qué tipo"?", le increpo.
"¿Son pensamientos de envidia? ¿De enojo?".
Así que el cura no se ha enterado de nada. Decido lanzarme y le suelto:
"Son pensamientos amorosos. Y a veces sexuales".
El cura carraspea al otro lado de la rejilla.
"Ese tipo de amor se da entre un hombre y una mujer".
A continuación me recita un par de frases casi automáticas, que no consigo retener, pero que van del amor matrimonial y de la belleza de los sentimientos amorosos mutuos entre hombres y mujeres.
Me aconseja a meditar sobre mis sentimientos, que achaca a la confusión de los tiempos actuales, pero que no cree verdaderos. Su tono es bondadoso, no se le escucha incómodo, pero claramente descalifica mis emociones, considerándolas algo pasajero.
Algo se me revuelve por dentro y siento ganas de ser yo y decirle que está muy equivocado, pero decido ceñirme al plan inicial de actuar según lo haría una mujer católica preocupada por sus inclinaciones lésbicas.
Por alguna razón, no me dice que rece nada, y me pregunto si se ha dado cuenta de que es una falsa confesión. Sólo me anima a pensar y llegar a la conclusión de que mi amor por esa amiga es "sólo confusión".
En los siete días de confesión, voy relatando, en distintas iglesias de la ciudad, con distintos curas, el progreso de mi relación lésbica, tal y como sucedió hace tantos años. Primero, cuanto que tengo sentimientos.
Después, que esos sentimientos son muy fuertes. Después, que he besado a esa amiga, pero que sufro porque ella tiene novio. Más tarde, casi lloro por empatía hacia mi yo de los catorce mientras le cuento a un cura joven que odio al novio de mi amiga porque puede estar con ella frente a todo el mundo, y yo no.
En la penúltima confesión, admito que me he acostado con mi amiga. Hay silencio al otro lado de la rejilla. El cura me indica que eso es un pecado muy grave, e incluso nombra la expresión 'contra natura'. Me cuesta mantener el personaje, y se me escapa un "¿Pero no estaría Dios contento de que nos amáramos, fuera cual fuera la forma?".
Igual me ha quedado muy pedante y un poco contestatario, y titubeo hacia el final de la frase. El cura insiste en que sólo debo sentir amistad hacia mi amiga, y que no debería repetir mi pecado por nada del mundo. "Tienes que ser capaz de mantenerte fuerte ante estas tentaciones, porque a la larga sólo te traerán desgracias", me dice.
De todos los curas con los que me confieso en distintas parroquias de Madrid, sólo hay uno, un cura joven que no va vestido de cura, que no da demasiada importancia a mi pecado. Me dice que reflexione acerca de ese amor, y que, si es verdadero, vaya hacia él, "porque el amor está bien en todas sus formas".
Las palabras "Dios no mira a quién amamos, sino la calidad del sentimiento; eso es lo que debes cuidar", me hace sentir simpatía instantánea hacia él. Tampoco me indica que rece nada. No sé si tiene prisa o qué, pero me despacha enseguida, animándome a ser feliz.
Este cura me cae bien, me parece que habla de forma natural, coherentemente, sin ese soniquete de frases dichas mil veces que resuena en los consejos de los otros. Así que decido invertir mi última confesión en él.
Porque, de alguna forma, aunque esté metido en todo ese tinglado católico, veo que es buena gente, que hace un esfuerzo por ser consecuente con la realidad. De hecho, siento cierta culpabilidad por haberle mentido. Y, por una vez, decido ser sincera. El cura me reconoce de mi confesión anterior, me sonríe bondadosamente y me pregunta si ya me siento mejor con respecto a lo que hablamos el otro día.
Le digo que sí, y le confieso que en realidad estaba haciendo un experimento, viendo qué pensaba la Iglesia de algo que formaba parte de mí y de lo que no renegaba. Parece algo contrariado, pero no pierde las formas. "Nunca encontrarás dos curas que te den la misma opinión sobre algo, igual que no vas a encontrar dos psicólogos que opinen exactamente los mismo sobre tus problemas", me dice, justificando de alguna forma a sus compañeros curas que me han dicho que estaba pecando.
Después le confieso que no estoy bautizada. Imaginaba al menos un pequeño gesto de sorpresa, pero casi ni se inmuta. Me sonríe beatíficamente y me cuenta que cuando estuvo en Argentina de misiones, muchas personas no católicas iban a contarle cosas que les hacían sentir mal.
"No estaban bautizados, no creían en el mismo dios que nosotros, pero no importaba. Yo sabía que a ellos la confesión les servía, y eso era lo importante", recuerda. Le confieso que no estoy segura de que me haya servido de mucho confesarme, al menos con otros curas. Él ha sido el único que no ha condenado mis "pecados" anteriores. Sonríe, imparcial, y eso me revienta bastante.
Justificar el comportamiento mezquino de los demás curas, pasarlo por alto, me parece una soberana mierda. La confesión se convierte en una conversación en la que intento que reconozca el pensamiento equivocado de sus colegas, y en la que él me da largas con sonrisitas y me habla del amor de Dios como un objetivo que debo perseguir.
"Si sigues el buen camino, en algún momento sentirás el amor de Dios". Lo miro confundida. De pronto, el cura guay deja de ser el cura guay, y simplemente es "el menos malo".
Vuelvo a casa paseando lentamente con mi atuendo de catoliquilla, embargada por una cierta melancolía, y recuerdo la primera frase de un libro: "No creo en Dios, pero le echo de menos". Así empezaba 'Nada que temer', de Julian Barnes.
Fue, durante mucho tiempo, un sentimiento que aparecía en mi cabeza casi cada día en tiempos de total desorientación. Por supuesto que me encantaría tener un sostén de mis penas, un paño de lágrimas. Pero no me sirve ese dios.
Aunque, hija de una cultura de siglos, siga echando de menos a un dios que, desde luego, no está en ninguna de las parroquias en las que me he confesado. Cuando llego a casa, saco a mi perra. Echamos a correr por el parque nocturno y vacío. Hace un poco de fresco, y se oyen las tórtolas a lo lejos.
En uno de sus saltos de excitación, el hocico de la perra toca justo el centro de mi mano, y veo sus ojos amarillos brillar en la oscuridad.
Y por un momento pienso que quizás lo más parecido a ese "amor de Dios" del que me hablaba el cura menos malo sea ese flashazo de alegría, esa graciosa comunión con otro ser que acabo de sentir.
Y que quizás pueda dejar ya de echar de menos un dios, porque tampoco voy a sentir por él más amor del que ya he sentido por personas, animales, conversaciones, fiestas, retazos de frases escuchadas por la calle, libros, bosques, expresiones, miradas, bailes. No hay nada que echar de menos, porque ya está todo aquí.