GRAN PARTE DE CULPA ES DE ALGUNAS CELEBRITIES O GURÚS
Las terapias alternativas son un mercado global que mueve miles de millones de euros anualmente. Sin embargo, según los estudios científicos que se recogen en el libro ‘¿Truco o tratamiento?’, de Simon Singh y Edzard Ernst, estas terapias funcionan poco y mal, y la mayoría no tienen fundamento. ¿Por qué la gente sigue creyendo en ellas?
Yo tenía una tía que era muy fan del agua imantada. Eran los años 90 y se había comprado por la teletienda un extraño y pesado artilugio, una especie de embudo para pasar el agua por un imán cilíndrico que, supuestamente, la imantaba. Se propuso beber dos litros de agua imantada al día y nos obligó a varios miembros de la familia a acompañarla en esta aventura: el agua imantada, según rezaba su publicidad, tenía grandes ventajas para la salud. Y, en efecto, mi tía se sentía mucho más saludable. Y los demás también.
Por entonces, siendo un niño, ya sentía cierto recelo hacia aquellos inventos milagrosos, que me parecían un poco cosa de charlatanes. No sé de dónde me venía, tan joven, el escepticismo, pero la cuestión es que me venía. El tiempo confirmó mis sospechas: ya en la Facultad de Ciencias Físicas me explicaron, me demostraron, que el agua no se puede imantar. Todo el asunto del agua imantada era un timo, como me temía.
El bienestar de mi tía y de otros familiares, en cambio, era real. Al fin y al cabo, beber dos litros de agua al día es muy saludable, aunque no es esté imantada, y la propia expectativa de una vida más saludable también ejercía de placebo sobre ellos, sobre nosotros. Pero ellos lo achacaban al aparato imantador, al agua imantada, a lo que les habían vendido. La cosa, de todas maneras, tampoco debía ser para tanto porque, poco a poco, el agua imantada fue cayendo en el olvido en la familia y el aparato imantador acabó en en el armario de los trastos, junto a las pulseras magnéticas y el ‘abdominazer’ (que se podía plegar cómodamente y guardar bajo la cama).
Sobre las terapias alternativas (no el agua imantada, pero sí la acupuntura, la homeopatía, la terapia quiropráctica, etc) trata el libro ‘¿Truco o tratamiento?’, de Simon Singh y Edzard Ernst, recientemente publicado por Capitán Swing. Los autores tratan de recopilar toda la evidencia disponible sobre este tipo de terapias, sin ningún tipo de prejuicio, y arrojar luz sobre lo que funciona y lo que no, con todo el rigor posible, sin aferrarse a ninguna trinchera.
Por lo general, según informan Ernst y Singh, las terapias llamadas alternativas no salen bien paradas cuando se las somete a ensayos clínicos y a las revisiones de muchos de estos ensayos, que son la forma científica de saber si algo funciona o no. Aunque una característica común de las terapias alternativas es que dicen poder curar un amplio espectro de dolencias (en realidad dicen curar todo o casi todo), la acupuntura solo se ha probado útil más allá del placebo en algunos casos de náuseas y dolor, mientras que la terapia quiropráctica solo sirve para algunos dolores de espalda, e incluso puede llegar a ser bastante peligrosa.
La más popular de estas terapias y la más absurda, la homeopatía, un auténtico fracaso de la razón humana, no sirve absolutamente para nada: tomar un medicamento homeopático es lo equivalente a lanzar una aspirina al océano, coger luego un vaso de agua de ese océano y pretender que su efecto analgésico sea aún más fuerte, cuando no quedan moléculas de principio activo, de ácido acetilsalicílico, en el vaso.
Cualquier persona con conocimientos de ciencia de bachillerato puede darse cuenta de esto. “Es tan inverosímil que después de dos siglos y unos 200 ensayos clínicos todavía no ha podido probarse”, escriben Singh y Edzard. En su apéndice el libro hace pequeñas descripciones de otras terapias locas sin fundamento: reiki, reflexoterapia, osteopatía, magnetoterapia, flores de Bach o medicina antroposófica.
“La industria de la medicina alternativa, con un valor global de varios miles de millones de euros, está fracasando a la hora de proporcionar los beneficios que afirma ofrecer”, concluyen los autores, “por tanto, millones de pacientes están gastando su dinero y arriesgando su salud al mirar hacia la industria del aceite de serpiente”.
Los autores recogen el dato de 45.000 millones de euros en gasto anual en las diferentes terapias alternativas; además es el área de gasto médico de más rápido crecimiento. Entre los culpables de su proliferación señalan a ‘celebrities’, medios de comunicación y gurús alternativos, pero también a la propia comunidad médica, a las universidades y hasta la mismísima Organización Mundial de la Salud (OMS), por su mala praxis a la hora de valorar alguna de estas terapias (por ejemplo, la acupuntura).
La fitoterapia, terapia con plantas, es mejor vista por la comunidad científica, aunque no en todos los casos: al fin y al cabo, buena parte de las medicinas vienen de las plantas. La quinina, para la malaria, viene de la quina, la aspirina (ácido acetilsalicílico) de la corteza del sauce, muchos analgésicos, como la morfina, vienen del opio. Lo que ha hecho generalmente la industria es aislar el principio activo y hacer con él una pastilla, para que no tengamos que hervir corteza de sauce y valga con tomarse una aspirina. He visto gente que, aun así, recela de la farmacia pero no del herbolario.
Pero, pese a todo, será difícil que los creyentes en las terapias alternativas (‘creyente’ es la palabra adecuada) dejen de creer, porque nunca han estado demasiado interesados en la evidencia científica, más bien han preferido los relatos que rodean a estas terapias, las teorías de la conspiración, los casos milagrosos o el “pues a mí me funciona” (doctrina conocida por algunos escépticos como el “amimefuncionismo”.
Es decir, muchas veces es el propio cuerpo el que se cura solo mientras nosotros tomamos pastillas homeopáticas o flores de Bach). He conocido a muchos seguidores de estas terapias, y muchos ni siquiera sabían cuáles eran sus fundamentos, o ignoraban el método científico y porqué es un mejor modo de conocimiento que otros, de hecho, el mejor que tenemos. Algunos pensaban que los científicos se inventan las cosas, como los gurús, o me dijeron que los científicos son unos dictadores porque todo “lo tienen que comprobar”.
En uno de los capítulos Singh y Edzard se preguntan, precisamente, “¿por qué cree la gente inteligente en cosas raras?” (recuerda a otro libro recomendable, ‘¿Por qué creemos en cosas raras?”, del notorio escéptico estadounidense Michael Sheermer, publicado en España por Alba). Las razones que se dan son varias. Una es la falacia “natural”, consistente en suponer que lo “natural” es más sano, cuando el arsénico, el cáncer, el veneno de serpiente o los terremotos también son “naturales”.
Otra es la falacia “tradicional”, consistente en pensar que el conocimiento antiguo y tradicional es mejor cuando, en realidad, suele pasar al revés: la ciencia va depurando su conocimiento hasta aproximarse más a la verdad. Las sangrías o la trepanación son terapias tradicionales nada recomendables.
Otra es la falacia “holística”, que dice que la medicina alternativa trata la salud y el cuerpo como un todo, lo que es preferible. Pero, como argumentan los autores, los médicos de cabecera también son holísticos y consideran el estilo de vida del paciente, el estrés o su historial familiar a la hora de hacer sus diagnósticos. Y también sabemos que muchas enfermedades tienen una base molecular o son producidas por virus o bacterias, lo microscópico más allá de lo holístico.
Todo esto me recuerda aquel chiste: “¿Cómo de llama la medicina alternativa que funciona? Medicina oficial”. Y es que no hay ninguna razón por la que los médicos “oficiales” no quieran aceptar una terapia que funcione, al contrario, abriría nuevos campos de investigación y salvaría a muchas personas. Tal vez quien explicase el fenómeno ganaría un Premio Nobel.
El problema, desafortunadamente, es que no funciona. La elección de estas terapias en vez de un tratamiento científico, por ejemplo en un caso de cáncer, puede conducir a una muerte evitable, como ha pasado en muchas ocasiones que trufan tristemente la hemeroteca.
Mi historia favorita en el a veces hilarante campo de la investigación de las terapias alternativas es la que protagoniza la investigadora estadounidense Emily Rosa. Según el reiki, sus practicantes son sensibles a la energía del cuerpo (el ‘qi’, la fuerza vital universal), pueden manipularla mediante la imposición de manos y así sanar a sus pacientes.
En 1996 Rosa seleccionó a 21 sanadores estilo reiki y les puso al otro lado de una pantalla opaca. A un lado ella colocaba su mano y al otro ellos decidían si la mano estaba o no, percibiendo su energía. Los 21 curanderos tuvieron 280 intentos en total. La probabilidad de acertar al azar, la que tendría cualquiera, sería del 50%.
Los curanderos reiki solo alcanzaron el 44% de aciertos, aún más bajo de lo esperado. Después de todo no eran tan sensibles al ‘qi’ como decían. ¿O es que no existe tal cosa?
Lo más curioso del caso es lo siguiente: la investigadora Emily Rosa solo tenía nueve años y esta investigación era un proyecto para una feria de ciencia del colegio. El reiki refutado por una escolar.