El aterrador momento en que un estudiante de piloto abre la puerta de un avión en el aire
Cuidado con lo que deseas
Comenzaré siendo totalmente sincera. No me gustan los instagrammers, los tuiteros ni los youTubers. Vaya, que soy una ‘hater’ de manual. Quizá sea porque estudié Periodismo en una época en la que las redes sociales no habían hecho todavía acto de presencia y ahora tengo que conformarme con trabajar en las migajas que desprecia esta nueva especie de pseudo informadores. Dicho esto, decidí convertirme en uno de ellos para demostrarme a mí misma que influencer podía ser cualquiera. Craso error.
Todo comenzó cuando me lie la manta a la cabeza y me fui a Los Ángeles tres meses. Lo confieso, fui esa niña que practicaba su discurso de agradecimiento por el Oscar en el baño de su casa con un bote de champú en la mano (a lo Kate Winslet). Y ahí que estaba yo con los preparativos del viaje cuando realicé una pequeña fiesta de despedida. Sí, a mí misma. ¿Egocéntrica yo? Correcto, como buena actriz de Hollywood.
Total, que entre copa y copa, a mis amigos (la mayoría periodistas y publicistas) y a mí se nos calentó la boca. Que si Dulceida podemos ser todos (como Hacienda), que si vergüenza me daría vivir de eso, que si con estar bueno lo tienes todo hecho, que si ya me gustaría a mí verlos escribir un artículo con sentido…
“Pues yo creo que lo que tenéis es envidia porque ellos supieron ver una oportunidad y aprovecharla y vosotros no”, sentenció mi amiga Laura dejándonos con la misma cara que a un conejo cuando le dan las largas. El silencio se apoderó de la habitación y fue ahí cuando tuve la brillante idea de crearme una cuenta de Instagram e ir narrando mi viaje en plan ‘influencer’.
Exacto. Me abrí un perfil porque hasta ese día jamás había tenido Instagram. Así pues, decidí que esta red social sería el cuaderno de bitácora en el que reflejaría mis éxitos en suelo americano. Y digo solo triunfos porque entre los instagrammers parece que compartir tus miserias no está de moda, ¿será que no tienen? Tras agregar a mis amigos y que ellos me siguiesen a mí, me adentré en los perfiles de algunos reputados Instagrammers para ver qué pautas seguían.
Varias cosas me quedaron claras: Tendría que perder al menos 10 kilos y coger prestados un vientre plano y unos abdominales si quería posar semidesnuda (¿qué problema hay con hacerse fotos en jersey de cuello vuelto?, necesitaría un fotógrafo en exclusiva que inmortalizase mis mejores planos (si es que los hubiese) y debería empezar a habituar a mi estómago a desayunar, comer y cenar aguacate, sémola y polvo de coco. Como podréis adivinar, pronto descarté ser este tipo de influencer.
¿Cuál fue mi modelo a seguir? Ninguno. Cogí el móvil y comencé grabar Instagram Stories a diestro y siniestro. Sin criterio, sin filtros, intentando ser yo misma. Ni más ni menos. Vídeos de corta duración en los que mostraba las curiosidades de mi vida angelina (ir al supermercado, visitar los estudios de cine, creerme una pistolera en un campo de tiro, mis clases de inglés en Beverly Hills, las amistades que logré entablar, los compañeros de piso que tuve…)
A la vez, intentaba subir alguna foto a Instagram (al normal, vaya) porque mi amiga Sofía me dijo que era la única manera de ganar seguidores. “Subes una imagen, preferiblemente tuya, y le pones un montón de hashtag para que aparezca en cuantas más búsquedas mejor. Ah, y no te olvides de seguir tú también a mucha gente porque así ellos te devolverán el ‘follow’”.
Tengo que decir que juré que nunca me obsesionaría con lo que yo llamo la tiranía de los ‘likes’, pero sucumbí a sus encantos. Cada vez que subía un vídeo o una fotografía y veía cómo mis seguidores me bendecían con sus ‘me gusta’, un subidón de adrenalina me atravesaba el cuerpo. No podría explicarlo mejor. Me sentía guay, algo que no he sido en toda mi vida. Pero claro, queridos, esto era solo un espejismo. La vida real es otra cosa y el subidón acaba pasándose rápido. ¿El motivo?
¿Qué pasa cuando una fotografía no alcanza los ‘likes’ de la anterior o los que tú habías imaginado? ¿Qué ocurre cuando nadie deja un comentario en aquello que tú pensabas que lo petaría? Me di cuenta de que la alegría daba paso, poco a poco, al pánico. Comencé a tener miedo de subir vídeos o imágenes que no gustasen. Mi cerebro comenzó a hacer conexiones MUY extrañas. “¿Por qué a Jorge no le ha gustado este Stories si el anterior le encantó?”, me decía a mí misma. No solo eso. Empecé a calcular la hora en la que mis actualizaciones tendrían más visualizaciones en España debido a la diferencia horaria. De locos.
Sin embargo, lo que menos me gustó fue que comenzó a seguirme gente que, sin conocerme, me escribía preguntándome por cosas personales. “¿Qué estás haciendo allí?”, “¿Cuánto tiempo te quedarás?”… Cierto es que mi perfil era público y cualquiera podía seguir mis aventuras, pero me dio muy mal rollo. Fue entonces cuando me di cuenta de la presión que deben soportar los verdaderos influencers.
Y no es broma. Sus vidas dependen exclusivamente de los ‘likes’ que consigan. Los anunciantes se pelean por sus seguidores, no por ellos. Pensadlo fríamente. ¿Quién sería Dulceida de no tener 2,4 millones de ‘followers’? Nadie. El día que sus fans decrezcan, las marcas no pensarán en ella y su castillo de naipes se esfumará.
En mi caso, no llegaba ni a los 300 seguidores y ya sentía una especie de obligación para con ellos. “¿Qué hago mañana para entretenerles?”, pensaba. ¡Ni que fueran mis hijos! Así que no me quiero ni imaginar la tensión que debe producir que un contrato millonario con alguna importante marca dependa exclusivamente de la repercusión que tenga una actualización. De locos.
Solo diré que fue pisar de nuevo suelo español y desinstalar Instagram de mi móvil durante una buena temporada. Eso sí, mi visión de los influencers cambió de manera radical. No me gustaría estar en su pellejo, la verdad.