El aterrador momento en que un estudiante de piloto abre la puerta de un avión en el aire
MANÍAS ANTES DE MORIR
En los años ochenta el sida empezó a matar. Aún era una enfermedad misteriosa, y lo mismo que los lectores de una novela policiaca se devanan los sesos intentando saber quién es el asesino, y qué móvil le lleva a cometer sus crímenes, la gente empezó a preguntarse por qué a algunos jóvenes les salían manchas rosas en la cara y enfermaban de neumonía.
Hubo teorías de todo tipo, y mientras que algunas nacían de mentes científicas e ilustradas, otras lo hacían de cabezas de chorlito. Para algunos, el sida era el castigo divino de la promiscuidad y podía contagiarse con un simple beso. Para otros, resultaba de la combinación del semen con la inhalación de poppers durante el sexo anal. Incluso se receló de los abrazos y los apretones de manos, sobre todo si provenían de algún chico homosexual, la clase de víctima que el sida parecía preferir junto a los heroinómanos, los hemofílicos y los haitianos (“el club de las cuatro haches”, se les llamó). La vía de contagio más descabellada, no obstante, se le ocurrió a la actriz Marlene Dietrich: el correo postal.
Era la época en la que la estrella de cine vivía recluida en su apartamento de París. En 1973, se había caído al foso de la orquesta durante una actuación en Maryland y habían tenido que operarle una de sus famosas piernas. Siguió cayéndose a pesar de los injertos de piel que le hicieron, y como no quería que los fotógrafos la inmortalizara tendida sobre los peldaños de una escalera, se encerró en su dormitorio de la Avenue Montagne y ya no salió más de allí.
“Como la bien organizada alemana que era”, cuenta su hija María Riva en la biografía que escribió sobre su madre, “reunió en torno a sí lo necesario para su existencia y creó su propio mundo. La cama era su Cuartel General”, y allí encerrada sus piernas empezaron poco a poco a atrofiarse y los dedos de los pies se le deformaron.
Se volvió todavía más maniática. Igual que a Howard Hughes, le dio por acumular cajas de Kleenex, y para no tener que abandonar la cama, meaba en un jarrón de Limoges y se valía de unas pinzas de mangos largos para alcanzar supositorios o botellas de licor. En un hornillo eléctrico que tenía a su derecha, cocinaba chucrut, y el tiempo que pasaba despierta y despejada lo mataba leyendo a Goethe, manteniendo largas conversaciones telefónicas (gastaba tres mil dólares en llamadas cada mes) o eligiendo la ropa que habría de vestir su cadáver (en una ocasión se le ocurrió que la enterrasen con un impermeable de Balenciaga, pensando que los gusanos no podrían atravesarlo).
Decidida a no abandonar su jaula, su ego lo alimentaba con el incesante correo que recibía de su corte de admiradores. La mayoría de las cartas procedían, precisamente, de homosexuales, y la Dietrich, que desde su jaula había seguido con gran interés las noticias sobre el sida, empezó a creer que podía infectarse abriendo los sobres que las contenían.
Tanto debió de obsesionarle esta idea que incluso le escribió un poema. Lo tituló, sencillamente, SIDA, y lo compuso desde el punto de vista de su hija. Decía así:
“My mother / Died of / AIDS / She got it / From / The Mails / That’s News! / She was hard / As nails / But AIDS / Was harder / Especially / By Mail! / She touched / No one / But Mails / And she got / AIDS / My mother did! / Don’t blow a fuse / That’s News!”
(“Mi madre / murió de / SIDA / Se lo trajo / El correo / ¡Qué noticia! / Era dura / como el hierro / pero el SIDA / podía más / sobre todo / por correo. / No tocó a / nadie, / solo cartas, / y contrajo / el SIDA / ¡Sí, mi madre! / Que no os salten / los fusibles / ¡Qué noticia!”).
Después se lo mando a su hija, acompañado de una nota en la que le aseguraba que se haría millonaria si lo publicaba después de su muerte.
Marlene no murió de sida. Murió en 1992 de un fallo renal en su cama de París, a los 90 años. Su hija María le hizo caso y en 2005 publicó SIDA junto a otros poemas que escribió actriz, pero no puede decirse que se hiciera millonaria.