El aterrador momento en que un estudiante de piloto abre la puerta de un avión en el aire
Aunque si de dinero, porque me metieron un buen palo
Las mujeres y los coches, ese maravilloso dúo cómico que tantos buenos momentos nos ha dado a través de las películas y los monólogos. Que si las mujeres conducimos peor que los hombres, que si las rubias conducen incluso peor que las propias mujeres, que si no tenemos ni idea de lo que es el manguito del coche….
Todos ellos estereotipos que, sorpresa, siguen estando bastante presentes en nuestra sociedad. De hecho, puedo prometer y prometo que en mi etapa de ‘blonde ambition’ (ahora mismo he vuelto a ser una morena sin ambición), me di cuenta de que a la hora de aparcar, los hombres se paraban para comprobar las maniobras que ejecutaba. Vaya, que me sentía cual obrero de la construcción vigilado por un jubilado.
Sea o no cierto que las mujeres nos preocupamos bastante poco por la cilindrada de nuestros coches, lo que sigue siendo una verdad como un templo es que ir al mecánico teniendo útero es adentrarse en la boca del lobo. Bueno, en mi caso entré en la cueva del macho cabrío.
Todo sucedió cuando la chica del concesionario donde había comprado mi coche dos años antes me llamó para decirme que tenía que pasar la revisión de los 10.000 km. Yo no, el coche, que hasta ahí todavía llego.
Menos mal que me avisó porque ya os digo que yo no tenía ni idea. Y no es porque sea tonta ni nada por el estilo (o eso creo) es porque yo paso del coche. De hecho, mis amigos (que no mis amigas) siempre me recriminan que todavía no haya arreglado los arañazos y los golpes que ‘adornan’ mi querido vehículo.
No es que no me importe lo que le pase a mi pequeño Seat del alma querido. Es que para mí, mi coche es eso, un coche. Me lleva, me trae y punto pelota. Ni me pongo histérica porque tenga que dormir en la calle (él, no yo) ni pongo el grito en el cielo porque con los 100 cv que tiene me deje tirada en cualquier cuesta. Me habrá salido tímido, qué queréis que os diga.
Así pues, y como por giros inesperados del destino vivo de nuevo con mis padres, le comuniqué a mi progenitor que tenía que ir al taller. “Voy contigo”, dijo sin pensárselo dos veces. “Ya estamos con el machismo. Tengo 34 años y puedo ir yo solita al mecánico”, le contesté.
Él, muy prudente, dio un paso atrás y no volvió a decir esta boca es mía. Pedí cita en un taller de los de barrio de toda la vida y al día siguiente acudí a mi cita con la España de Pajares y Esteso. Mentiría si dijera que no era la primera vez que pisaba uno de estos enclaves ‘typical spanish’. Y claro, mi sorpresa fue mayúscula. Historia viva de España es lo que había en dicho espacio dedicado a los arreglos del motor.
Nada más llegar, pude oír a Malú cantando su último éxito en ‘Radio Olé’ desde un transistor (sí, aún existen) cuyo volumen podía haber hecho estallar algún tímpano que otro. En el cristal de la ventanilla de ‘Pase por caja’, varias estampas religiosas estaban dispuestas como si de ‘flyers’ se tratase. Ya sabéis lo que dicen “yo conduzco, ella me guía”.
Varios calendarios cubrían las paredes del taller y, mira tú por dónde, no eran precisamente de gatitos ni de bebés fotografiados por Anne Geddes. En pleno año 2018, pude contar hasta tres almanaques en los que doce señoritas mostraban su cuerpo con cara de estar muy, pero que muy excitadas. Normal, a ver quién no se pone cachonda viendo bujías.
No pasa ni medio segundo cuando Fernando, el jefe del taller, sale a recibirme. A sus cincuenta y largos años de edad, aquí el amigo luce una importante pelambrera en su pecho palomo. ¿Qué cómo lo sé? Porque la exhibe toda sudada y rizada al dejar la cremallera de su mono bajada hasta casi el ombligo. ¿Por qué, Fernando, por qué? Que yo entiendo que hace calor en un taller, pero qué necesidad hay, digo.
Me da la mano y me dice: “A ver María, vamos a ver qué le pasa a esa preciosidad de coche que tienes”. En ese momento me pregunté si se referirá a los automóviles de sus clientes masculinos como “preciosidades”. Además, querido Fernando, que tengo un Seat Ibiza en gris plateado que es la cosa más normal del mundo. Es entonces cuando Fernando, que ya estaba pensando en reformar la cocina de su casa con lo que me iba a cobrar, comienza a explicarme en qué consiste la revisión.
De su boca salen palabras como, líquido de frenos, nivel del aceite, filtro del aire, presión de neumáticos, sistema de alumbrado del coche… Vaya, que me entero perfectamente de todo. En serio. Sin embargo, cuando termina de explicarme lo que van a hacer me dice “eso teniendo en cuenta que esté todo dentro de la normalidad”. Lo sabía.
Porque, ¿cómo sé yo lo que es la normalidad? Me pasan a una sala con una televisión, una máquina de café y un ventilador cuya garantía debió expirar hace unos veinte años y me dicen que en una hora vendrán con los resultados. Ni que fuera esto una operación, pero vale.
Fernando vuelve con cara de pocos amigos. “Pues al final ha pasado lo que nos temíamos”, me dice y comienza un discurso que ni el ingeniero de Lewis Hamilton sería capaz de comprender, plagado de términos técnicos y averías que auguran el peor de los finales para mi coche.
“Así que va a haber que cambiarlo todo”, sentencia. Vale, yo estoy un poco en shock porque no tengo ni idea de si me está timando o no, pero claro, ¿cómo saberlo cuando no entiendes de automóviles? Le digo que mi coche tiene dos años y que me parece un poco tremendo tener que cambiar ya ciertas piezas (no me pidáis que os diga cuáles). Y aquí es cuando llega la estocada final.
“Seguramente creerás que te estoy timando. Así que si quieres ir a otro taller a que te den presupuesto, adelante. Llevo más de treinta años trabajando en esto y sé de lo que hablo”, me dice un poco indignado. Vaya, Fernando los tenía bien puestos, pero yo estaba segura de que no hacía falta tanta reparación: “Mira, en total serían unos 350 euros, pero si te lo hacemos ahora te rebajo a 300 y te quito la mano de obra”.
Y aquí, queridos, es cuando sucumbí. Dije que sí y me sentí como cuando La Sirenita vende su voz a la malvada Úrsula sabiendo que esta no es de fiar.
Por supuesto, al llegar a casa y contar lo sucedido, hasta mi padre vio claramente que se habían reído de mí. Sin embargo, no quiso hacer leña del árbol caído. Gracias, papá.
Pero como reflexión final, querría lanzar al aire esta pregunta. ¿Fui yo la que iba ya sugestionada pensando que me tratarían diferente por ser mujer o efectivamente ellos se aprovechan del hecho de que la mayoría de las mujeres no entendemos de motor? Ahí lo dejo. Y si me estás leyendo, Fernando, espero que tengas que cambiar tu nueva cocina no te dure más de dos años.