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Nací en 1984, pero que alguien me cambie el año de nacimiento, por favor

Nací cuando se jubiló Naranjito, pero odio que me tilden de millennial

Nací en 1984, dos años después de aquel Mundial de Fútbol que celebró España y cuya mascota era Naranjito. Quizá sea porque he llegado ya a la treintena, pero me siento más identificada con la generación de mis padres que con los millennials. Yo no soy una de ellos y te voy a decir por qué.

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Comencemos primero por aclarar conceptos. ¿Qué es ser ‘millennial’? Según varios estudios, se les (nos) conoce como mileaniales, milénicos o para ser más cool, ‘millennial’ (que en inglés todo queda mejor), a aquellas personas nacidas entre 1980 y 1994, aproximadamente.

Y digo aproximadamente porque hay investigadores que alargan este baremo hasta llegar al año 2000. Pero ese ya es otro tema. Así pues, vayamos a lo realmente importante, ¿qué significa ser ‘millennial’? Sobre el papel, es una generación que se caracteriza por la hiperconexión, la necesidad de expresarse, la inmediatez, la búsqueda de experiencias y la preocupación por el medio ambiente y la economía.

Muy bien. Pero dejadme que os diga que en la práctica es soportar que cualquier persona mayor de cuarenta años te diga que lo has tenido todo en la vida, que no valoras nada y que eres un niñato que vive por y para comprarse el nuevo iPhone y ver el último vídeo subido por el ‘influencer’ que esté más de moda. ¡Boom!

Convivo con ello a diario. Mis logros jamás serán valorados de la misma manera que los que consiguieron mis padres. Y la verdad es que lo entiendo porque por más que cuatro investigadores digan que soy ‘millennial’, yo no me siento para nada parte de este colectivo. Exacto. Renuncio al título.

No lo quiero, no me trae más que quebraderos de cabeza. ¿El motivo? Creo que no es que no sea ‘millennial’ es que soy ‘antimillennial’. Lo reconozco, no los soporto y por eso no quiero ser parte de ellos. ¿Los motivos?

No puedo vivir con el continuo zumbido de sus quejas. A ver, queridos, que a mí también me pilló la crisis recién salida de una carrera universitaria, Periodismo, que con el tiempo me di cuenta de que no sirve para absolutamente nada. Por el simple hecho de que no te la exigen para trabajar en casi ningún medio de comunicación.

Espinitas clavadas al margen, tampoco soporto que se quejen por las condiciones precarias en las que trabajan (el que trabaja, claro está). Pues sí, amigos, es lo que toca. Y yo también me quejo, pero trabajo. No me quedo en casa diciendo eso de “es que yo por 800 euros al mes no trabajo porque tengo una carrera y dos idiomas”. Enhorabuena chaval, ahora a fregar platos al bar hasta que llegue algo mejor.

No os mentiré. Mis padres son maestros, funcionarios y siempre quisieron que estudiase una carrera porque ellos vivieron muy bien teniendo estudios superiores. En mi caso, y no creo que sea porque soy tremendamente inteligente, en cuanto salí de la Universidad me di cuenta de que las cosas habían cambiado.

En la época de mis padres, muy poca gente estudiaba. Ahora, cada año se licencian millones de personas en España y claro, los de Recursos Humanos no dan abasto. Bueno, y que no hay tanta empresa para tanto licenciado. Pero si se busca se encuentra.

Puede que no te den la presidencia del Banco Santander a la primera, pero igual si empiezas desde abajo igual algún día puedas llegar. ¡Bingo! Los millennials se creen con el derecho de empezar la casa por el tejado y eso, amigos, no es así. El mayor problema que tienen es que se niegan a aceptar el hecho de que ya no vivirán jamás como sus padres. No podrán pagar cómodamente una hipoteca, tener un piso en playa… Las cosas cambian amigos, haceros a la idea.

Millenial | Pexels

Aunque entiendo que se crean con más derechos que nadie. Normal. Han sido los put*s reyes del cotarro desde el colegio. Y he aquí que voy a meterme en un berenjenal de los gordos, pero me da igual. Otra cosa con la que no puedo empatizar con ellos es con el tema del ‘bullying’ y la educación.

Diré esto una sola vez, a ver si queda claro. Conmigo también se metían en el patio del colegio y muchos profesores me humillaron delante de mis compañeros por no haber hecho los deberes o por estar hablando más de la cuenta. En mi clase estaban el gordo, el feo, al que nadie le hacía caso, el guapo, la guapa, la gorda, el cabezón (no desvelaré quién era yo)…

El colegio y el instituto eran, son y serán auténticas cárceles en las que cada uno tiene un papel. Siempre. Y no pasa nada. Queridos ‘millennials’, no os sintáis tan especiales porque a todos nos han pegado en el colegio.

Recuerdo que una vez en el colegio, una monja profesora (sí, amigos, mi enseñanza fue católica, apostólica y romana), me dio un azote en el patio porque yo no dejaba de acercarme a una alcantarilla que estaba rota. Me avisó dos veces de que no lo hiciese más y a la tercera llegó el castigo físico. Me acuerdo de salir indignada de clase (con seis años o así yo ya era la reina del drama) e ir corriendo a contárselo a mis padres.

“Sor Paula (que Dios la tenga en su gloria) me ha dado un azote”, les dije a mis progenitores entre sollozos. Eso sí, omití el motivo por el que me había pegado. Esa misma tarde, papá y mamá se plantaron en la puerta del colegio para recogerme. Salí por la puerta y cuando los vi pensé: “Sor Paula se va a enterar”. La monja se acercó, los saludó y cuando les contó ella misma (sin esperar a que ellos le preguntasen) lo que había pasado, mi padre contestó con un “pues muy bien Sor Paula”.

Y ahí me di cuenta de que mis padres me habían vendido. ¿Volví a acercarme a la alcantarilla? Ni de lejos. ¿Recuerdo ese azote como lo peor que me ha pasado en la vida? Ni mucho menos. ¿Me enseño ese azote que en la vida no siempre puedes hacer lo que quieras y menos cuando te están avisando de ello? Totalmente. Sé que muchos estaréis pensando que qué tiene que ver esta historia con el tema del ‘bullying’.

Pues más de lo que os creéis. Antes, si tu amigo Pablo te pegaba una patada en el pecho en medio del recreo porque le habías tirado el bocadillo de chorizo al suelo, el profesor nos castigaba (y lo mismo nos daba una colleja), nuestros padres nos castigaban (y nos caía otra colleja) y al fin de semana siguiente organizaban una merienda en la que Pablo y tú volvíais a ser los mejores amigos.

Ahora no. En estos días, al profesor no se le ocurriría ponernos una mano encima y la madre de Pablo y la nuestra se verían las caras en el juzgado. De locos. Y todo esto porque de un tiempo a esta parte (a partir de los años 90, creo yo), la sobreprotección de los padres hacia los hijos ha sido brutal.

O por lo menos en ciertos sentidos. No consentimos que nadie le grite a nuestro hijo (no vaya a ser que se traumatice), pero le damos un móvil con acceso Internet, datos ilimitados y cámara para que haga lo que le dé la gana.

Dicho esto, entiendo que muchos penséis que soy una carca aun teniendo 34 años. Pues mira sí, puede. Pero es que prefiero parecerme a mi abuela y a mi madre que a un YouTuber o un ‘millennial’. Lo siento.

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