El aterrador momento en que un estudiante de piloto abre la puerta de un avión en el aire
Queridos millennials, a ver si vamos espabilando
Puede que a los millennial, aquellos que nacimos entre 1980 y 1994 (servidora en el 84), nos esperase ciertamente un futuro mucho más prometedor que el de nuestros padres. Fuimos criados, por norma general, en hogares donde entraban dos sueldos, no conocíamos la expresión “quedarse en el paro” y nos daban una paga medianamente decente para fumarnos a escondidas nuestros primeros cigarrillos e instaurar uno de nuestros mayores logros, el botellón.
Sin embargo, la crisis truncó nuestra planificada vida y nuestros padres terminaron por darse cuenta (y nosotros también) que estudiar una carrera no nos abriría las puertas de ese chalet en Denia que nos serviría de segunda residencia. Si no podemos optar a una primera… Pero no me quejaré ni me quejo. ¿Sorprendido?
Seguramente sí, porque si por algo se caracterizan los millennial es por su capacidad para lloriquear. Pero un lloriqueo altivo y chulesco que no soporto. ¿Y cuando me di cuenta de que detestaba ser considerada millennial? El día que un chico nacido en 1990 me dijo una frase que me atravesó el cuerpo cual relámpago.
Estaba yo trabajando en un medio digital con un sueldo que ni fu ni fa, cuando tuve que pedirle a ese joven y lozano editor de vídeo de 23 años un encargo laboral. “Necesito que me montes una pieza de un minuto para lo de los Oscar”, le pedí por favor. Levantó la mirada de la pantalla, me miró, observó su reloj y luego me dijo: “Son las tres menos cuarto y salgo a las tres. No me pagan lo suficiente como para quedarme más. Mañana te lo hago y si te corre prisa se lo comentas a mi jefe”.
Me quedé sin saber cómo reaccionar. ¿Cómo que no me pagan lo suficiente como para quedarme más? En ese momento, pasaron por mi mente todas las horas extras que había hecho yo a lo largo de mi carrera profesional para poder ir labrándome un futuro dentro del periodismo. Lo peor de todo es que el susodicho apagó el ordenador y salió por la puerta dejándome allí plantada como una idiota.
Aquello me hizo pensar que quizá yo me estaba equivocando respecto a la manera en la que estaba afrontando mi vida laboral. ¿Debía plantarme como aquel chico y no trabajar si no me pagaban un sueldo digno?
Ahí estaba el problema. A mí no me estaban pagando lo que debían tras casi siete años de trabajo incansable, ¿pero a él? Él llevaba menos de un año en la empresa, era su primer trabajo tras ser becario en otra y se creía el absoluto rey del mambo. Se le llenaba la boca hablando de lo bien que se lo había pasado en su Erasmus y de lo perfecto que hablaba italiano e inglés.
Ok, chaval, muy bien, pero, ¿y trabajar para cuándo? Parecía no apreciar el hecho de haber encontrado un curro, aun admitiendo que era de los pocos de su promoción que podían dedicarse a lo que le gustaba. “Ya bueno, pero es que me pagan una mierda para lo preparado que estoy”, me decía cuando intentaba explicarle que no se iba a morir por quedarse un día media hora más de su jornada laboral.
Y he aquí el auténtico quid de la cuestión. “Para lo preparado que estoy”. Ay, cariño, estás igual de preparado que los otros 6 millones de jóvenes de tu edad, a ver si empiezas a pillarlo. Tienes una carrera, un máster y dos idiomas. Ok, enhorabuena. Lo que tiene todo el mundo en pleno siglo XXI, asúmelo. No eres especial y no te estás esforzando porque, ¡sorpresa!, te da un miedo horrible fracasar.
Algo que no es culpa suya (en parte). Seguramente sus padres lo criaron envuelto entre algodones y el sistema educativo remató la faena. Aunque millennial también, creo que la gran diferencia entre él y yo es que a mí me prepararon para el fracaso.
Mi profesora de flamenco no se cortó un pelo en ponerme al fondo de la función de fin de curso porque tenía menos gracia bailando que una farola y Don Federico no dudó en humillarme delante de todos mis compañeros cuando no supe resolver una simple fracción.
¿Me sentó mal? Pues claro. ¿Quise que la tierra se abriese bajo mis pies y me tragase? También. Pero todas esas experiencias me ayudaron a aprender a lidiar con el fracaso y la vergüenza. A él, sin embargo, nadie le ha dicho jamás que es malo en algo. Nunca. Empezando por el hecho de que en mi época de estudiante un suspenso era un suspendo y ahora es un ‘Necesita mejorar’. ¿En serio?
Nadie es perfecto, ni siquiera los millennial. Sin embargo, ellos creen que sí, porque les han hecho creer que son los mejores en todo y que la culpa de todos sus males la tiene la crisis. Pues no, amigos. Que la crisis no nos hizo ningún favor, no lo discuto. Pero muchos cogieron las maletas y emigraron, otros tantos aceptaron trabajos mal remunerados con la esperanza de adquirir experiencia y la mayoría lucharon para salir adelante.
Entiendo que no debe ser fácil su postura. ¿En quién fijarse? El modelo de sus padres ya no les vale y mi ejemplo solo les sirve para regodearse en esa actitud de “tú trabaja por cuatro duros si quieres que yo valoro mi trabajo mucho más”. Esa sensación de creerse por encima del mal y del bien. ¿Será por su juventud, será soberbia?
¿Es que os pensáis que yo no sé que estoy regalando cada palabra que escribo? Por supuesto, pero es lo que hay. Una frase que me viene al pelo para otro aspecto en el que estos jóvenes no están preparados. La resignación.
Está muy bien eso de luchar para que las cosas cambien, pero si no lo hacen, quizá tengas que coger ese curro mal pagado resignándote en cierta parte. Puedes seguir luchando por tus derechos mientras trabajas de 8 a 3 por 600 euros, te lo aseguro.