El emotivo momento en que un niño paciente de cáncer se reúne con sus hermanos tras seis meses en el hospital
EL MUNDO DE LAS FOBIAS
El mundo de las fobias es la pescadilla que se muerde la cola: Yo misma, a fuerza de leer y escuchar estos días tantos testimonios acerca de fobias diversas, me he visto particularmente hundida en la mía propia, sintiendo un vuelco al corazón cada vez que alguna persona me confesaba tenerla también. Pero lo peor ha sido cuando, ya enredada en la escritura del artículo, he comenzado a sentir cierta transferencia de algunas de las fobias que me han sido relatadas, hasta el punto de no querer especificar aquí cuáles son estas fobias contagiosas, puesto que el explicarlas fortalecería sus cimientos y las asentaría aún más en mi psique.
Recuerdo ser niña y ver a mi padre observando con horror una chaqueta de botones muy grandes, su mirada evitando aquellos cierres negros. En una ocasión, al probar un yogur bebible que le ofrecí, lo escupió en el fregadero diciendo: "Sabe a botón". Fui muy feliz un día que fue de compras con mi madre y volvió con un par de camisas que, en lugar de botones, tenían cierres de velcro.
Yo misma tuve en la infancia pequeñas fobias no del todo limitantes: de pequeña me horrorizaban las babosas y los caracoles, hasta el punto de ir por la ciudad dando rodeos para no pasar por lugares en los que sabía que había bichos de aquellos. Una vez llegué una hora tarde al colegio porque una babosa enorme, como nunca he vuelto a ver otra igual, en medio del camino, me impedía dar un solo paso. También yo, como mi padre, sentía un asco súbito ante alimentos que tuviesen algo en común con la textura viscosa de los cuerpos de los caracoles.
Pero no supe lo que era la verdadera fobia hasta que, un día, haciendo prácticas del carnet de conducir por la autopista, entré en pánico. No había sucedido nada concreto, ninguna situación de peligro: simplemente, la idea de tener bajo mi control una máquina que iba a tal velocidad, sin la posibilidad de detenerme, me hizo entrar en un estado de terror incontrolable.
Se me secó la boca, los brazos perdieron fuerza, empecé a ver borroso, el corazón me latía ininterrumpidamente. En el acto más absurdo e involuntario que he hecho jamás, solté el volante. El profesor de autoescuela lo cogió al vuelo, y circuló hasta una zona segura, donde rompí a llorar aterrorizada. Después de aquello, conseguí, no sé muy bien cómo, sacarme el carnet, pero nunca jamás he sido capaz de conducir en la autopista. El descubrimiento de que mi fobia tenía un nombre amaxofobia-y que muchas otras personas la sufrían alivió y al mismo tiempo justificó y asentó mi miedo.
Con mi fobia personal bien apretada en el pecho, segura de cuál era mi parcela personal de terror, cuando hace dos semanas se me ocurrió preguntar por las fobias a amigos, conocidos y usuarios de redes sociales, no era consciente de que estaba abriendo la puerta a un pasillo infinito lleno de habitaciones en las que yo misma, de forma imprevista, podía verme atrapada.
Terror a los agujeros, a las formas geométricas, a los gatos, perros, gallinas, a las llamadas telefónicas (hasta el punto de tener que hacerse a la idea varios días antes), espacios abiertos, agujas, cortes en cualquier lugar del cuerpo (desmayos súbitos ante la visión de una mínima herida), terror a conducir en autopistas, pavor a bajar cuestas con el coche, miedo a los gritos, pánico al alcohol y las drogas (hasta el punto de realmente desear beber una copa, pero entrar en un estado de terror cada vez que lo hacemos).
Personas que abandonan la mesa del bar ante la aparición de un bol de aceitunas, gente adulta con tanto miedo a la muerte que, ante la mención de cualquier enfermedad o fallecimiento de alguien cercano, deben abandonar la habitación y sentarse a respirar. El abanico del pavor es infinito.
Al preguntar acerca de las fobias, también surgieron varios comentarios diciendo cosas como "odio las espinacas" o " me cae muy mal la familia de mi marido" o "no me gusta conducir por ciudades que no conozco". Sin afán de crear una especie de plaza elitista en la que sólo puedan comer pipas los pobrecitos fóbicos con vidas limitadas por el terror paralizante, debí poner firmes a estos aterrorizados oportunistas y aclarar que no es lo mismo tener miedo o manía a algo, u odiarlo, que tener fobia.
La fobia implica parálisis, pérdida de control, palpitaciones, boca seca, ansiedad extrema, posible desmayo, incapacidad de controlar la situación. En muchos casos, conlleva una incapacidad, resulta ser un obstáculo que dificulta la vida normal en mayor o menor medida.
Abierta la puerta a las confesiones, de pronto me percaté de que internet ha hecho que los que antes vivíamos nuestra fobia en soledad y vergüenza, sintiéndonos unos memos, tengamos de pronto una cierta comprensión y un acompañamiento de nuestra neurosis. Internet ha logrado esto con muchas rarezas: sacarlas a la palestra desde el armario de los secretos inconfesables, convertirlas en algo de dominio público. Pero también, en algunos casos, el camino puede ser el inverso.
¿No os ha sucedido que, encontrándoos un poco resfriados, al ver a una persona cercana que estaba realmente enferma, vuestros síntomas se han acrecentado por una especie de empatía natural, un sentirse parte de la masa? ¿No os ha sucedido que la pizza con piña os resultaba indiferente, algo que no pediríais, pero que os daba un poco igual, hasta que en redes sociales se empezó a hablar de esta combinación con el ensañamiento absurdo de la moda por unirse contra cualquier causa primermundista ridícula?
Con las fobias puede suceder algo parecido. Varias de las personas entrevistadas hablan acerca de una especie de predisposición fóbica que hay que tratar con cuidado. "Una vez que conoces el sentimiento, que te sabes la sensación de fobia, es muy probable que tengas que tener cuidado cuando otros te cuentan las suyas. Tener una fobia y ser hipocondríaco no son dos cosas muy distintas, y al final confluyen en una temática común: el miedo a la vida, a la muerte y a uno mismo", dice Andrés, en tratamiento por su fobia a los adolescentes desde hace dos años.
En su caso, su fobia no es irracional: sufrió acoso escolar a lo largo de toda su infancia y adolescencia, lo que hace que hoy en día, a pesar de ser un adulto plenamente integrado que regenta un bar de copas, sienta temblores y pánico cada vez que se tiene que cruzar con un grupo de adolescentes por la calle.
Yo misma, a fuerza de leer y escuchar estos días tantos testimonios acerca de fobias diversas, me he visto particularmente hundida en la mía propia, sintiendo un vuelco al corazón cada vez que alguna persona me confesaba tenerla también. Pero lo peor ha sido cuando, ya enredada en la escritura del artículo, he comenzado a sentir cierta transferencia de algunas de las fobias que me han sido relatadas, hasta el punto de no querer especificar aquí cuáles son estas fobias contagiosas, puesto que el explicarlas fortalecería sus cimientos y las asentaría aún más en mi psique.
Supongo que, apoyando la opinión de Andrés, el efebifóbico (dícese del que sufre fobia a los adolescentes), todos los tendentes a las fobias somos neuróticos que despuntamos por un lado o por otro, pero que estamos siempre esperando el pistoletazo de salida para abrazar más miedos. Jara Pérez, psicoterapeuta, no cree en generalizaciones tan amplias y opina que cada fobia es un mundo, y cada persona y su caso también.
"Si tengo que encontrar un punto en común, diría que lo que hacemos cuando la sufrimos es desplazar el objeto de nuestro miedo desde nuestro interior hacia algo externo, algo que simbólicamente tenga sentido para nuestro aparato psíquico. Hay un sentimiento de miedo fuerte que se coloca sobre un objeto concreto externo y de esta forma se tiene localizado y es posible evitarlo", explica. Así pues, las fobias serían en realidad miedo a nuestro propio miedo, a nosotros mismos, a nuestras propias emociones, una treta de la psique para localizar el miedo en algo que podamos evitar.
Obviamente, según Jara Pérez, las fobias también tienen, por supuesto, una base de aprendizaje. "Si un día nos metemos en el autobús después de tener una bronca monumental con algún amigo, cabe la posibilidad de que asociemos ir en autobús con un estado negativo, de miedo o de angustia y que esa asociación aparezca de nuevo la próxima vez que nos montemos en él. Así que nos rayamos vivos porque cada vez que nos subimos al autobús nos ponemos ansiosos. Entonces el miedo no lo asociamos ya a perder una relación valiosa con un colega, o al miedo real que nos produzca la bronca, sino al autobús, que es algo evitable", dice Jara.
Con respecto a la gestión de las fobias, Jara las trata a dos niveles: por un lado de forma conductual, con diferentes técnicas, como, por ejemplo, explorando en qué momentos no aparece la fobia, qué ocurre cuando se da esa excepción y qué recursos ha utilizado la persona para que la fobia no aparezca o sea menos intensa.
"De esta forma voy ampliando esa situación de excepción y esos recursos hasta conseguir localizar todas las herramientas que la persona posee para enfrentarse a la fobia específica. Por otro lado, a nivel más profundo, localizamos el miedo real que subyace a la fobia y exploramos también los recursos para que la persona pueda poco a poco atravesarlo", concluye.
Si una está escribiendo sobre las fobias, tiene una fobia y entrevista a una psicóloga sobre el tema, es inevitable que termine aplicando todo lo hablado a su propio conflicto. El proceso es sencillo y rápido: consiste en despiezar delicadamente la propia fobia. ¿Por qué comenzó exactamente? ¿No es la fobia a algo, tal y como explica Jara Pérez, una descentralización del miedo, un movimiento que pone el foco del miedo en algo que no es el verdadero foco del miedo?
Sin afán de desnudar mis propias miserias, sino usando mi proceso como un recorrido que cualquiera podría aplicar a su fobia con cierto éxito, despliego el mapa completo. En el momento en el que comenzó mi fobia, hará unos siete años, me estaba sacando el carnet de conducir porque no sabía qué hacer con mi vida: No encontraba trabajo, no sabía muy bien qué dirección quería darle a mi vida, y esto me llenaba de inseguridad. El carnet de conducir era un rito de paso a la madurez como otro cualquiera, y me lancé a él con la necesidad de sentirme más adulta, con una vida bajo control.
En aquel momento en el que sentía que al menos una parte de mi vida estaba bajo control (no era tan mala conductora como pensaba, iba a sacarme el carnet), un amigo mío murió de un infarto. Sin aviso, sin ningún problema previo, en un momento estaba vivo y al siguiente estaba muerto. Dos días después, tuve el ataque de pánico en la autopista.
Ahora entiendo que había una línea directa entre todos aquellos sucesos: sentía mi vida fuera de control, tomé cierto control sobre ella a través de la conducción, mi amigo murió y me di cuenta de que nada nunca estaría bajo control, y la idea de ser capaz de manejar una máquina a 120 kilómetros por hora por una autopista plagada de coches era tan absurda como terrorífica. No tenía el control de nada, y menos el de ese coche. Así que, aterrorizada ante mi pequeñez frente a la vida, solté las manos del volante.
Obviamente, no a todas las fobias se les puede aplicar este esquema. Hay miedos que parecen más irracionales, a los que es más difícil encontrarles la raíz. Son las fobias no tan fácilmente relacionables con hechos o experiencias.
Supongo que, en esos casos, las fobias corresponden a miedos internos inconcretos, una porción de terror que hay que colocar en algún sitio -en la oscuridad, en los peces, en la calle vacía o demasiado llena, en un perro que camina por la calle- porque no es soportable en estado etéreo, flotando dentro de nosotros, y necesitamos luchar contra él posicionándolo en algo para después poder evitar ese algo.
O también puede ser que sea algo tan inconcreto como parece: Simplemente, extrañeza ante el mundo. Porque, para qué negarlo, el mundo es extraño de cojones. Y da miedo.