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ASÍ ES POR DENTRO UNO DE LOS CUATRO CASINOS MADRILEÑOS

Todo lo que me encontré en un casino de Madrid: lujo hortera, soledad y ludopatía reincidente

Había bebido unas cuantas copas, pero no tantas como para recordar aquella noche como se me aparece ahora: una bruma color tapete verde, salones prácticamente vacíos, rodeada de gente, pero sola, abducida por el juego.

Pasé una noche en un casino de Madrid T.O.

Hay una sospecha que tenemos desde pequeños, y es la de que algún día seremos ricos. No hablo de una sospecha proyectada desde un plano real y maduro de nuestras vidas. Me refiero a esa emoción que se cuela desde una capa oculta de nuestra alma, un estrato infantil en la tarta de los deseos que, no por estar oculta entre capas de madurez deja de saber espantosamente dulce y espantosamente a fresa.

La certeza de ser rico algún día es un chicle de la infancia pisoteado vilmente por la vida, pero que si lo coges del suelo, vences tu repugnancia y te lo vuelves a meter en la boca, sabe a frutos del bosque como el primer día. Y eso precisamente es lo que consigue el casino: llevarnos a un punto primigenio de nuestra ilusión. Frente a los juegos de azar nos volvemos profundamente creyentes. Toda nuestra fe se vuelca en el azar, que más que una casualidad sin rumbo ni orden establecido es un dios monstruoso de ocho tentáculos, con una boca que a veces te sonríe y a veces directamente te vomita en la puta cara.

Todo esto -lo de la niña interna que sabía que merecía ser rica- no lo supe hasta que subí las escaleras de uno de los cuatro casinos de Madrid y me planté frente a la ruleta. Mientras pagábamos la entrada, mientras dejábamos la ropa en el guardarropa, mientras discutíamos con la seguridad porque las señoras pijas podían entrar con sus bolsos de carey y mármol de Carrara, y a nosotros no nos dejaban entrar con bolsos de tela cutres, pensé que mi alma no podía ser vapuleada por los dioses de la ludopatía.

El encargo de escribir un artículo sobre casinos y casas de juego me parecía una excusa estupenda para fisgonear en un mundo totalmente desconocido y ajeno a mí, y para tomar unos copazos con mis amigos en un ambiente muy hortera. No tenía ni idea de black jack, ni idea de ruleta, ni idea de póker. Iba tranquila y feliz, observando asombrada los cortinajes, las lámparas de cristales, la ceremoniosidad de los crupieres.

Encontré ludopatía y lujo hortera en el casino | T.O

Pero el casino, disfrazado de templo del juego de señor maduro con traje de chaqueta gris y puro en la boca, es el abono perfecto para que renazca la niña absurda que cortó papelitos en forma de rectángulo, les dibujó el símbolo de dólar y jugó a rebozarse en ellos igual que aquel pato viejo con chistera. Cuando me puse frente a la ruleta, puse fichas al azar, acerté, y la crupier empujó hacia mí el doble de fichas de las que había puesto en un inicio, sentí que toda la cordura que había en mí se desvanecía.

Cuando, rodeada de todo ese lujo hortera, con el sonido amortiguado de las voces de los crupieres y las ruletas girando, empecé a ganar, creí que lo haría ya para siempre. En serio. Y cuando empecé a perder, también pensé que todo había terminado. Y más tarde, cuando volví a ganar, la euforia y la certeza de la riqueza volvieron a golpearme.

Jugar a la ruleta a lo largo de toda una noche es como esas relaciones amorosas fantásticas e infernales que siempre están terminándose y al mismo tiempo volviendo a empezar, en la tristeza absoluta o en el furor de la pasión, y que siempre, estén en el momento que estén, olvidan completamente el otro estado. Da igual que ganes varias veces, da igual que pierdas varias veces: la alegría y la desesperación siempre van a ser totales y letales, sin espacio para otro sentimiento.

Había bebido unas cuantas copas (impecables güisquis con ginger ale y lima servidos por camareros de traje), pero no tantas como para recordar aquella noche como se me aparece ahora en la mente: una bruma color tapete verde, salones prácticamente vacíos, rodeada de gente, pero sola, abducida por el juego.

Varios señores solitarios merodeaban por las ruletas. De vez en cuando uno se acercaba, apostaba algo siguiendo sistemas extraños, intuiciones que le provocaban tics nerviosos. Un anciano de traje se acercó renqueando, apostó torres de fichas a varios números a los que yo había apostado; parecía seguirme, queriendo subirse al carro de una posible fortuna de la principiante. Cuando mis números se revelaron como absolutamente desacertados y perdimos todo, sólo murmuró: "Puerco casino".

Y se alejó de mi mesa, como si yo le trajese la mala suerte.

Bailé en los salones, me quedé dormida en un sofá | T.O.

En ese sentido, el azar se presenta como una deidad que nos lo da todo y la amamos, y nos lo quita todo y la odiamos. Y todas las personas que parezcan implicadas en ese azar pueden transformarse en adorables aliados o en escoria de la que alejarse. En un momento, mi amigo Diego se reveló como un talismán. Estaba apoyado en la mesa bebiendo una copa, y empezó, medio en broma, a hacer gestos, como si sintiera la llamada de ciertos números. Se tocaba la sien, cerraba los ojos un momento y cantaba números, en los que yo iba colocando las fichas.

Todo empezó a ir hacia arriba, los números que él había vaticinado salían, y yo empecé a despersonalizarlo un poco: ya no era mi amigo Diego, sino una especie de iluminado. Incluso en las miradas del resto de amigos había una especie de miedo reverencial.

¿Cuánto duró esta racha? ¿Cuatro o cinco tiradas? ¿Veinte minutos? Pero juro que recuerdo sentirme sobrecogida por esa magia que salía de su mente. A los pocos minutos, con la misma técnica, empecé a perderlo todo. Y de golpe, Diego volvió a ser Diego, y no es que ya no hubiese magia en sus vaticinios, es que nunca la había habido. Era sólo un tío que estaba borracho y se apoyaba una y otra vez en el tapete, a pesar de las continuas reprimendas del crupier de que no lo hiciéramos. Así de cruel es el azar.

En los momentos en los que hacíamos pausas para fumar en las salas de fumadores, todo volvía a ser igual: hablábamos de nuestras vidas, nos reíamos, sabíamos quién éramos cada uno fuera de aquel casino. A la vuelta a la ruleta, la comunicación se cortaba. La vista estaba fija en la mesa, pero la mirada, creo, iba hacia dentro de cada uno, a su niño jugando a que era rico, pintando símbolos de dólar en papelitos, recortándolos, y haciendo todos esos rituales del rico en los dibujos animados: tirarlos por la ventana, llenar la bañera de ellos y meterse dentro, llevarlos enganchados en la cinta de un sombrero de copa imaginario.

La idea de riqueza que tiene uno en el casino va de la mano con ese sueño del rico hortera, con la ostentación del abanico de billetes y la mirada satisfecha tras él. Uno se va tan lejos en sus pensamientos, en esa búsqueda del beso del azar, que la experiencia del juego es introspectiva, triste. Al principio, gritas cuando ganas, la gente de las otras mesas te mira. Más tarde, tú también caes en ese silencio sepulcral casi de biblioteca. No hay interacción, los afectos desaparecen. La camaradería se esfuma.

Los libros de psiquiatría relacionan la ludopatía con trastornos del control de los impulsos, que también incluyen la cleptomanía, la piromanía y la tricotilomanía, todas ellas patologías relacionadas con un bajo control de impulsos. Esta última, la tricotilomanía es una patología que lleva a arrancarse el pelo a uno mismo, y que sucede casi sin que el afectado se dé cuenta, estando en una situación relajada o de introspección.

A pesar de que el acervo popular hace más llamativas y relacionables con la ludopatía los trastornos de la piromanía y al cleptomanía, el casi desconocido mal de la tricotilomanía es el que, tras seis horas de casino, me parece más cercano al estado en el que nos encontrábamos muchas de las personas que estábamos allí: tan ensimismados que podríamos habernos arrancado la cabellera pelo a pelo, en un castigo sutil, sin que nadie de aquella sala se inmutara.

Gané, perdí, volví a ganar y a perder en el casino | T.O.

Esa noche, después de perder, ganar, perder, ganar, y volver a perder, recuperé los 100 euros que había apostado y gané 100 más, que decidí jugar a lo kamikaze. De esos 100, sólo me quedaron 75. Eran las 5 de la mañana, y, al levantar la mirada del tapete sentí como esas veces que pasaba la madrugada estudiando para un examen y, llegado el día, tenía que incorporar la vista a a la vida.

Cuando entré, sabía que los casinos viven precisamente de que la gente pierda, sabía que no tenía ninguna idea de ninguno de aquellos juegos, y que lo más probable es que volviese a casa con las manos vacías, habiéndome gastado en la entrada, copas y fichas de juego mucho más de lo que iba a ganar. Pero cuando llevaba tres horas jugando a la ruleta, ni siquiera era capaz de pensar en que media hora antes casi lo había perdido todo.

Los numeritos, los colores, la ruleta girando, los ojos ávidos, las maldiciones dichas entre dientes, aquel señor que insultó a otro llamándolo "testaferro", una palabra que, desde mi juego introspectivo, me emocionó escuchar, aquella señora que se acercó a nuestra mesa en silla de ruedas eléctrica y que se pegaba en las piernas inertes cada vez que perdía... ¿De verdad había pasado por todo ese carrusel emocional por 75 euros de mierda?

Yo soñaba con una noche en la que todos nos hacíamos ricos. Al bajar, eché un rato en la zona de tragaperras, que se reveló igual de triste que las plantas altas. Cada uno metido dentro de sí mismo, rumiando ahora su riqueza, ahora su pobreza, ahora su riqueza. Ruleta americana, póker, black jack, midi punto y banca, da igual a lo que juegues, porque el juego es el mismo: tú solo sintiéndote lo mejor o tú solo sintiéndote lo peor.

Mi amigo había ganado una cantidad hermosa. Bajando las escaleras, vencido por el cansancio y la borrachera, pero también por una graciosa lucidez, insistía en darnos a cada uno 50 euros. El razonamiento era el siguiente: "Si da igual, si yo antes de ganar esto estaba bien. Si os lo doy, voy a estar igual de bien que antes".

Y aquí va lo realmente escalofriante: no pasé una noche en un casino de Madrid, sino dos. Cuando, dos días después, soñé con un número, decidí hacerle caso a mi intuición. Intenté vencer mi falta de visión de la primera noche. Según mi sueño, todo el error había consistido en no jugar a números enteros, sino poniendo la ficha entre cuatro números, de modo que jugaba con más posibilidades, pero ganaba menos. Era un comportamiento cobarde.

Intenté vencer mi falta de intuición con falta de prudencia. La imprudencia deja de serlo cuando se convierte en suerte. Así que volví, esta vez sola, y a jugar solamente los 75 euros que había ganado noches atrás. Allí estaba la señora de la silla de ruedas, dándose golpes en las piernas cada vez que perdía. Allí estaba el grupo de coreanos que jugaban al póker mientras comían patatas fritas en completo silencio.

No hubo redoble y golpe final, como en mi sueño. Ni gané ni perdí. Hubo momentos en los que gané y otros en los que perdí, y toda esa montaña rusa de emociones dio como resultado que salí del casino sin un duro y volví a casa caminando, sintiéndome exactamente igual de bien y de mal que tres días atrás, cuando tenía exactamente el mismo dinero que en ese momento, pero sabía menos cosas.

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