El aterrador momento en que un estudiante de piloto abre la puerta de un avión en el aire
Al compás del chacachá, del chacachá del tren…
Cogí el Talgo de la estación de Barcelona-Estacio de França a las 9:30 de la mañana de un domingo. Por delante me esperaban 11 horas y 47 minutos de pura historia viva de España hasta que pusiese un pie en Sevilla-Santa Justa a las 20:51 de ese mismo día.
Y sí, el trayecto dura más o menos lo mismo que un vuelo a Chicago desde Madrid con escala de dos horas en Londres. Maravilla pura. ¿Por qué lo cogí habiendo trenes un poco más rápidos? Porque soy autónoma, queridos. Lo cual no es sinónimo de pobreza, pero casi.
Así pues, el hecho de que dicho Talgo me costase 38,10 euros en tarifa promo (aunque solo te reembolsan el dinero y/o aceptan cambios en caso de un apocalipsis zombie), me pareció gloria bendita.
Llegué puntual y el tren también. En la cola para pasar el control había de todo. Hombres y mujeres de negocios, estudiantes, jubilados, familias con hijos, estudiantes… Lo que viene siendo un popurrí de estados civiles y laborales que embarcaban hacia un destino mejor. O no, vete tú a saber. Una vez ubicada en mi asiento, el tren comenzó la marcha. No se oía ni un alma.
Vale que era temprano, pero soy de Albacete y, puedo prometer y prometo, que a los manchegos no hay nada que nos guste más que una buena charla de buena mañana. O tarde o noche, la cuestión es bacinear (que viene de la palabra bacín, buscadla si no sabéis lo que significa) un rato. Y no, no es que estuviese en un tren ‘silencio’, más que nada porque en los Talgo no existe esta opción.
Así pues, me dediqué a observar maravillada cómo la gente no comía en su asiento ni alzaba la voz más de lo necesario para hablar con su acompañante o compañero de viaje. A ver, qué queréis que os diga, a mí eso me parece inconcebible.
De toda la vida de Dios mi madre me ha hecho un bocadillo de jamón y queso “por si te entra hambre en el tren” y la señora o señor de al lado del regional que me llevaba a Madrid me daba la brasa con el hecho de que sus hijos también estudiaban en la capital. Por lo tanto, soñé con la idea de un viaje de 11 horas y 47 minutos en la más completa tranquilidad.
Así fue hasta que llegamos a Vinaroz (Valencia). Igual que en el metro va cambiando el perfil de su público a determinadas horas del día o según las zonas por las que pasa, en este tren más de lo mismo. De repente, mi vagón se llenó de gente que, sorpresa (o tampoco tanta), tenía más ganas de hablar. Tampoco mucho, vale, pero un poco de murmullo sí que comenzó a oírse.
Menos mal, pensé que me estaba quedando sorda. Además, en las estaciones de Valencia y Xativa, el tren empezó a oler a embutido. Lo juro. Jamón, salchichón, chorizo, tortilla… Y la mandarina que no falte de postre, ¡cómo no! El sonido inconfundible de la lata de refresco abriéndose o el papel de plata haciéndose una pelota tras llegar al final de su vida útil. Fantasía y (c)olor.
Y sí, me diréis que solo pasó eso porque era la hora de comer. Sí y no. He ido en trenes por el Norte que a la hora de comer se llenaban de comida, pero de otra comida. No sé si me explico. Alimentos menos olorosos y mucho más prácticos. Nada de bocadillos de panceta.
Entre tanto festival gastronómico, fuimos pasando Albacete (mi tierra querida), Villarrobledo, Socuellamos, Alcázar de San Juan… Paradas en las que el tono de voz de los viajeros que se incorporaban a este divertido viaje iba subiendo cada vez más. Mis paisanos y yo nos caracterizamos por no ser demasiado chillones, pero si un poco bastos en la manera de hablar. Es lo que hay.
De hecho, hasta que llegamos a Vilches (Jaén), mi vagón parecía un sketch sacado de ‘La Hora Chanante’. Expresiones incomprensibles para cualquiera que no sea de la tierra del Quijote se mezclaban con ese carácter campechano de los castellano-manchegos que nos hace ofrecerle media mandarina al ejecutivo (agresivo) que se sienta a nuestro lado tecleando sin parar su ordenador (mientras reza por llegar pronto a su destino).
Sin embargo, la mejor parte del trayecto fue la que comenzó en Vilches (Jaén). Y es que como se nota que Andalucía tiene un color especial. Me río yo de la feria de Sevilla. Mi vagón sí que se convirtió en una caseta donde gente de pie reunida en corrillos hablaban y reían sin parar.
¿Quién dijo que no se puede pasar bien en un tren que no cuenta con cafetería? Ahí fue cuando me di cuenta de lo diferentes que somos en las distintas comunidades autónomas. Siempre lo he sabido pero lo cierto es que no entiendo por qué la gente se molesta, en ocasiones, cuando se les atribuyen determinadas características en función de su lugar de origen.
Yo soy de Albacete y de toda la vida de Dios me han tachado de paleta y de hablar a voces y con expresiones absurdas que, ahora, son cultura pop gracias a los ‘tunantes’ que comentaba anteriormente (Ernesto Sevilla y compañía). ¿Me enfado?
Para nada, es un estereotipo que se ajusta bastante bien a la realidad. ¿Me molesta? Tampoco. Me encanta ser castellano manchega y adoro no tener nada que ver con un vasco, un valenciano o un extremeño. En la variedad está el gusto.
De hecho, la mejor etapa de mi vida la pasé en el Colegio Mayor Padre Poveda de Madrid con chicas de todas partes de España. Vaya, como Miss España, pero con libros y carreras universitarias de por medio.