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los cronófobos vivimos sumidos en la ansiedad

Cronofobia: tengo terror al paso del tiempo

Que el tiempo pasa, que la vida transcurre por diferentes etapas, es algo natural e impepinable que todos los seres humanos parecen aceptar con cierta normalidad. Todos no: los cronófobos vivimos sumidos en la ansiedad por la imparable marcha del minutero.

Un relojPixabay

La primera vez que tuve conciencia cuantitativa del paso del tiempo fue en 1986, cuando en el colegio me enseñaron que los años estaban numerados y que vivíamos en el que llevaba aquella extraña etiqueta: 1986.

Me parecían muchos números, un uno, un nueve, un ocho, un seis, ¿qué extraño capricho era aquel? Resulta que los años se numeraban en Occidente desde el nacimiento de Jesucristo, y ya habían pasado todos aquellos años desde el suceso del portal de Belén (o eso, al menos, nos habían enseñado). Lo peor es que desde entonces los años seguirían pasando.

Ahora acabamos de entrar en 2019 y la Tierra ya ha dado unas cuantas vueltas más alrededor del Sol y, por el momento, a no ser que un asteroide de gran tamaño desvíe al planeta de su órbita, ahí va a seguir girando, flotando en las inmensidades del cosmos. Es increíble como pasa el tiempo.

Ya en 1986 sentí mi primer vértigo cronófobo, el miedo al paso del tiempo. La cronofobia, que me diagnosticó Google y que me trato regularmente con una psicoterapeuta, es un miedo muy particular. Mientras que los que tienen miedo a volar solo sufren en los aviones y los aracnófobos solo se asustan ante la presencia de arañas, el cronófobo está siempre en contacto con el objeto de su miedo: cada segundo que pasa, pasa un segundo.

Se vive en un sin vivir al que no se le ve solución: no podemos separarnos del discurrir del tiempo, lo más que podemos hacer es distraernos o aceptarlo. La ansiedad o el pánico pueden aparecer en cualquier momento. Visto de esta manera es ridículo: no disfrutar la vida por temor a que se acabe, como quien no disfruta una fiesta porque sabe que en algún momento se tendrá que ir a casa (yo también soy de los que se quedan en las fiestas hasta el último momento).

Algunas fechas son especialmente dolorosas para el cronófobo, como el cambio de año (que además viene acompañado de la luminosa melancolía navideña) o el propio cumpleaños (que en mi caso cae en junio, justo medio año después de Nochevieja). También algunas edades: si bien durante la niñez el tiempo parece estático y da la impresión de que siempre va a permanecer quieto, con la llegada de la juventud, primero, y de la madurez, después, el tiempo comienza a acelerarse, y una hora o un año, fragmentos de tiempo que antes parecían eternos, ahora transcurren en un parpadeo.

Cuando entré en la Universidad mi cronofobia se acentuó, era increíble que ya hubiese llegado a la mayoría de edad, pero peor fue cumplir 25, 30 o 35 años. Nunca pensé que llegaría a rondar la cuarentena, no porque fuese a morir antes, sino porque el tiempo no iba a pasar: todo se veía muy lejano, inalcanzable.

La mediana edad, el fin de la juventud, es una etapa especialmente delicada, porque uno ya puede medir en carne propia lo que mide la vida, una vida que antes se veía como una carretera sin final. El comienzo de cierto declive físico, como ganar peso, perder pelo, ver que se te va poniendo cara de otra persona, no ayudan a superar el miedo. El otro día me invitaron a una cena con los viejos compañeros del colegio, de décadas atrás: no pude asistir por motivos laborales, pero creo que a mi cronofobia no le hubiera sentado bien encajar los cambios que se produjeron en aquellos niños que ahora son señores.

Es una edad en la que los niños de la nueva generación van saliendo del cuerpo de los amigos y los más ancianos de la familia van yéndose al cementerio, lo que hace entender la fluidez de la existencia, la fugacidad del tiempo. El futuro se ha agolpado de pronto y ya no nos estamos preparando para nada: estamos viviendo a manos llenas. Y la vida era esto.

Como cronófobo calculo casi a diario los años que me quedan por vivir, siguiendo las estadísticas nacionales de esperanza de vida. Calculo dónde estaba hace diez o quince años, o cuánto me queda para la jubilación, si en el futuro sigue existiendo. Me aterra comprobar que no recuerdo lo que hice la mayoría de los días de mi vida, al elegir uno al azar en el calendario, como si la vida fuera un vacío que vamos dejando detrás, un naufragio del que solo han sobrevivido algunos recuerdos en baja definición y, por lo general, adulterados por la fantasía.

No es que yo viva pensando constantemente en estos asuntos, pero es algo que cada poco repica, varias veces al día, como un molesto timbre, como si ya hubiera estructurado mi mente de esa manera y todo lo juzgara desde su dimensión temporal.

Otra de mis manías es comparar mi edad con las de otras personas, con gente que pasa por la calle o por la tele, con los personajes de las películas. Por supuesto, ya no me identifico con los personajes jóvenes sino con los atribulados padres de mediana edad (aunque yo aún no soy padre). Miro en Internet qué edad tendrían ahora Marilyn Monroe o Elvis Presley: curiosamente, aunque parecen figuras pertenecientes a un mundo pretérito, todavía podrían estar respirando: Marylin tendría unos 92 años, Elvis unos 84.

El cronófobo, además, vive entre la nostalgia de un pasado que siempre parece más bonito de lo que fue y la ansiedad por un futuro incierto cuando muchas veces se ha dicho que la más pura felicidad consiste en el vivir en el preciso momento presente, si es que tal cosa existe. Hay un momento en la vida en la que uno se da cuenta de que cada vez van pasando diez años de más cosas. Luego se da cuenta de que cada vez van pasando 20 años de las mismas cosas.

Facebook tampoco es buen amigo de la cronofobia: en la sección de fotos vamos comprobando como vamos creciendo y envejeciendo, de cómo cambian nuestras circunstancias, de cómo la gente que nos rodea aparece y desaparece. Además, la red social nos asalta día sí y día también con recuerdos de años pasados, una opción que puedo desactivar, pero que mi masoquismo nostálgico me obliga a mantener activa.

Yo no sé porque soy cronófobo, en realidad me parece muy raro que no lo sea todo el mundo, porque todo el mundo vive bajo el yugo del paso militar de los relojes. Tengo la impresión de que mis congéneres viven cegados a la realidad del paso del tiempo, del continuo cerco de la muerte, que se aproxima cada segundo hacia nosotros. Pero vivimos como si fuéramos inmortales, por eso la religión y otras espiritualidades son un gran bálsamo para la cronofobia: porque nos dicen inmortales. Yo me identifico más con aquella abuela que al acostarse decía: “Un día menos”.

Detrás de la cronofobia puede haber muchas cosas. Mi psicoterapeuta y yo tratamos de establecer vínculos entre este y otros miedos y ciertos traumas infantiles, explorar mi mundo emocional, aunque no logramos, por el momento, resolver el rompecabezas del todo.

Otras cosas que se esconden detrás de la cronofobia son el miedo envejecer, la gerontofobia: no es mi caso, pero conozco que personas aterradas por la llegada de la vejez, sobre todo si es una vejez solitaria, de las que abundan, o llena de achaques y enfermedades que devalúan la existencia. También está el miedo a la muerte, por supuesto, porque sin él, creo, al menos en mi caso, no tendría sentido este terror a los relojes.

Lo que más me preocupa de esta cronofobia es cómo se desarrollará en el futuro, cómo convivir con la idea de que los años vayan pasando y de que cada vez queda menos por vivir, que la vida sea ese relámpago entre dos eternidades. Una opción es que lo acepte, como dicen que muchas personas mayores aceptan su próximo fin con bastante filosofía.

Otra es que me siga rebelando, sin ninguna esperanza de éxito, contra las leyes de la Física (curiosamente la dimensión temporal es la única de las que forman el espacio tiempo en la que no podemos movernos a nuestro antojo) y vivir un envejecimiento más patético que heroico. Morir pataleando, como tantos y tantos mueren. Como los héroes de las tragedias griegas que se resisten a su Destino y son aplastados por este. Pero en cutre.

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