El aterrador momento en que un estudiante de piloto abre la puerta de un avión en el aire
Es hora de desmontar la tiranía de pensamiento positivo
El colegio electoral estaba a rebosar. Los interventores de los distintos partidos flanqueaban las largas colas para votar, y todo el mundo revisaba su papeleta para comprobar que se trataba de la correcta (yo lo hice varias veces). La fiesta de la democracia en todo su esplendor.
En las paredes del aula, un detalle pasó inadvertido para la mayoría de los presentes: un sinfín de dibujos de los niños y niñas del colegio en papeles de colores, con frases como: “Si sonríes, todo es posible”, “nunca te rindas”, “si te caes, levántate y sigue adelante” o “la sonrisa es el idioma de las personas inteligentes”.
Sentí cierta repulsa: la moraleja que encerraban aquellas frases me pareció perversa. Trasladar la idea de que todo se puede conseguir poniendo buena cara ante la vida no sólo me parece falso: también peligroso. Al fin y al cabo, de ello se podría deducir que cualquier cosa negativa que te ocurra es fruto de que no eres lo suficientemente optimista. De que no has luchado debidamente por ello. De que el éxito y el fracaso, e incluso la salud y la enfermedad, están directamente relacionadas con tu manera de ver el mundo.
El llamado pensamiento positivo, estrechamente ligado a la psicología de la adaptación, el auge del coaching o la cultura de la autoayuda, se ha introducido en la sociedad de manera no precisamente sutil: los libros que prometen el secreto de la felicidad se multiplican en las grandes superficies. Afloran las apps para móviles que, como Happyfy, prometen mejorar nuestra estabilidad emocional. Los estados implementan el llamado índice de la felicidad para medir el bienestar de sus ciudadanos. E inlcuso la ONU celebra, cada 20 de marzo y desde hace siete años, el Día Internacional de la Felicidad.
Todos estamos de acuerdo: la felicidad es importante. Y sin embargo, cabría preguntarse si no resulta contraproducente toda esta impostura. Pensar hasta qué punto nos afecta el hecho de sentirnos culpables por no ser todo lo felices que, supuestamente y a ojos de los demás, deberíamos ser. Una reflexión que lleva a otra pregunta: si tenemos un problema, y de cara a intentar solucionarlo, ¿no sería más útil reflexionar sobre el origen y causa del mismo que tratar a toda costa de acallar el malestar para evitar el sufrimiento? Porque a veces toca sufrir: es humano, e incluso necesario. Son las circunstancias y es la vida. Y ésta tiene poco que ver con una frase de Mr. Wonderful.
Aunque decir estas cosas en según qué ambientes pueda estar mal visto, hay quien apuesta abiertamente por poner en tela de juicio la dictadura del pensamiento positivo. El antropólogo Iñaki Domínguez es autor del libro ‘Cómo ser feliz a martillazos. Un manual de antiayuda’ (Melusina). Y lo tiene claro: “Esta forma de pensamiento positivo es lo que podríamos denominar una ideología del esclavo”, sostiene. “Un enfoque muy similar surgió en la Antigüedad con los estoicos: afirmaban que todo depende del modo en que mires las cosas. Lo importante no es el hecho, sino tu forma de afrontarlo”.
“Tanto la expansión del estoicismo como el universo actual de autoayuda surgen en momentos de decadencia cultural y religiosa, y sirven a modo de narcótico para que aceptemos lo inaceptable”, explica Domínguez. “En lugar de transformar la realidad material, se nos invita a reprogramar nuestras conciencias para que todo siga igual y podamos seguir siendo objeto de injusticias de las que se lucran las élites”, denuncia.
En ese sentido, el autor de ‘Cómo ser feliz a martillazos’ tiene muy claro a quién beneficia esta corriente de pensamiento. “Principalmente a las grandes empresas y corporaciones, puesto que reducimos los derechos de los trabajadores, precarizamos la vida, incrementamos el precio de la vivienda e invitamos a los ciudadanos a mirar tales injusticias con buenos ojos”, apunta. Y pone un ejemplo: “Por mucho que uno piense en positivo, si pagar un piso de una habitación en Madrid cuesta 800 euros, y cobras mil, un proyecto familiar es sencillamente imposible”.
Edgar Cabanas es doctor en psicología, profesor en la Universidad Camilo José Cela y autor, junto a la socióloga israelí Eva Illouz, de ‘Happycracia’ (Paidós), otro de los libros fundamentales para desmontar los mitos que rodean a toda esta avalancha de colorida felicidad.
“Acuñamos el término ‘happycracia’ para definir el poder de influencia y la autoridad que el imperativo de la felicidad ha llegado a ejercer en nuestras vidas”, cuenta Cabanas. “Porque está en todas partes: en todas las áreas de la vida cotidiana, en el trabajo, en las relaciones íntimas, las escuelas, la política y en el mercado como producto de consumo”, explica.
En opinión de Cabanas, “la obsesión por ser felices se ha convertido en un negocio global muy lucrativo. Y aunque la industria de la felicidad ha existido desde hace mucho tiempo, hoy en día existe la llamada ‘ciencia de la felicidad’ que dice haber descubierto las claves para serlo. Ahora se reviste de cierto halo científico: ya no es una cuestión cultural, sino algo sobre lo que, se dice, existe un consenso universal. Pero es importante poner en duda esa supuesta ciencia que, en el mejor de los casos, es enormemente defectuosa”, asegura.
Cabanas desmonta de un plumazo a los mercaderes de felicidad, sea en el formato que sea. “Una meta tan supuestamente elevada para el ser humano no puede alcanzarse a través de ejercicios tan simples como los que venden. Tampoco con frases como “Piensa en positivo” o “Tómate las cosas de otra manera”.
Porque cambiar no es fácil. Este tipo de pensamiento raya en la ingenuidad y nos hace culpables, pues se nos dice que ser felices es una cuestión de elección personal, de lo que se presupone que sufrir también lo es. Es decir: el que está estresado o deprimido es porque quiere, porque está siendo negligente al no conocer todos estos productos y prácticas, o porque directamente le gusta sufrir”.
Dicho lo cual, ¿urge reivindicar el pesimismo? “No necesariamente”, apunta Cabanas. “Pero sí recordar que, cuando hablamos de emociones, no existen las positivas o negativas. La ira, el enfado o la indignación nos pueden mover, por ejemplo, a reparar las injusticias. Son la base de muchos movimientos sociales y colectivos.
Por eso, cuando se dice que son negativas se las estigmatiza para desposeerlas de su contenido político. Porque las emociones son políticas y morales, no sólo psicológicas. El mensaje que se traslada es extremadamente conservador y conformista: reivindicar la alegría y aceptar el status quo. Y al mismo tiempo, nos hace estar constantemente obsesionados con nosotros mismos, con cómo nos sentimos, qué nos falta y qué necesitamos para mejorar”.