El aterrador momento en que un estudiante de piloto abre la puerta de un avión en el aire
la juventud no es sinónimo de felicidad
Eran las cuatro de la mañana. O las cinco, qué sé yo. Hacía rato que había traspasado el fino umbral que separa una noche divertida de ese último tramo en el que la cosa se alarga innecesariamente: quería irme a mi casa. Y sólo de imaginar el largo trecho que me esperaba, borracho, cansado y pelado de frío, me entraban los siete males. Hasta luego, Mari Carmen.
“¿Pero cómo te vas a ir? ¡Si nos lo estamos pasando de p... madre!”. Ahí estaba, el cabrón de mi compañero de curro. Subido al escenario bailando como un poseso. Fresco como una lechuga a sus sesenta y pico. “Venga, nos fumamos un cigarro fuera y ya si eso nos vamos”, me dijo, sin parar de mover la cabeza al ritmo de la música.
“La verdad es que me encuentro igual de bien que cuando tenía tu edad”, me confesó en la puerta del bar, mientras daba una honda calada tras otra. “Creo que la juventud es, ante todo, un estado mental. Mientras no te duela nada, todo va bien”, bromeo. “Joder, sigo haciendo las mismas cosas que hace 30 años. La única diferencia es que ya no me preocupa una mierda lo que piensen de mí”.
El caso de mi compañero de oficina, hoy felizmente jubilado, es una rareza: la mayor parte de las personas que conozco tienen un miedo feroz a envejecer. A convertirse en un mero vestigio de lo que fueron. A mirarse en el espejo y ver más arrugas que ganas de reinventarse. A sentir el vértigo vital que uno siente cuando lleva demasiadas piedras en la mochila o cuando se da cuenta de que, muy probablemente, es más lo que queda por detrás que lo que está por venir. Sí: eso último es bien jodido.
No es extraño que asuste: la publicidad nos bombardea con mensajes que ensalzan toda una serie de valores que presuntamente son patrimonio exclusivo de la juventud. La belleza incólume, la osadía, la diversión. La rebeldía y el consumo como seña de identidad.
Y lo hace sin parar: se calcula que una persona puede llegar a recibir 3.000 impactos publicitarios al día, lo que equivale a más de un millón al año. Los jóvenes, pese a ser minoría (los menores de 25 años sólo representan el 25% de la sociedad), son el principal nicho de mercado, cuando no el reclamo para atraernos a todos los demás.
Dicha realidad encierra una gran paradoja: cuando uno es joven, salvo que sea un niño bien, no tiene dinero. De hecho, la precariedad está a la orden del día: la tasa de temporalidad de los menores de 30 años afecta casi al 60% de los trabajadores, según el último informe de CC OO.
Y la posibilidad de acceder a una vivienda está cada vez más cuesta arriba, lo que se traduce en que más de la mitad de los menores de 34 años aún vivan con sus progenitores, tal y como refleja el Instituto Nacional de Estadística (INE).
No: ser joven no es fácil. Pero más allá de las dificultades económicas, existe un factor biológico que convierte esta etapa de la vida en algo singularmente complejo: hasta que uno no ha vivido determinadas experiencias, los pájaros revolotean en la cabeza.
Las inseguridades y el miedo al rechazo se multiplican, potenciadas por la siempre agotadora necesidad de pertenencia al grupo en base a cosas insignificantes como la ropa que vistes, la música que escuchas o los lugares que frecuentes. De joven, uno se busca sin encontrarse. No camina: deambula.
Aunque de joven creas supurar seguridad en ti mismo, la realidad es que tienes poca idea de casi todo. La escala de valores, en cuya coherencia está uno de las claves de la felicidad según los expertos, es difusa. Los gustos y aficiones, cambiantes como las temporadas de moda.
Y los amigos, esos que con el tiempo aprendes que pueden contarse con los dedos de una mano, se confunden con los colegas. Los mismos que, el día que menos te lo esperas, te acaban demostrando estar ahí por algún tipo de interés. Más o menos el mismo día en que te das cuenta de que no eres tan especial como creías. Y lo aceptas con más alivio que resignación.
En un tiempo en que la esperanza de vida no para de crecer (con 83 años de media, España es el segundo país más longevo del mundo, sólo superado por Japón), cada vez pasamos de manera más rápida y directa de la juventud a la vejez.
Y lo hacemos sin pasar por una etapa clave de la vida que, pese a ello, cada vez parece tener menos predicamento: la madurez. Ese momento en que ya no necesitas aguantar determinadas gilipolleces porque tienes claro lo que quieres y lo que no. El tipo de gente que buscas mantener a tu lado o la que prefieres dejar pasar. Quién eres y quien no serás nunca.
Lo tengo claro: no añoro los 20, los 25 o los 30. Hoy por hoy no me cambio por mi yo de juventud. Al menos mientras pueda seguir haciendo las cosas que me gusta hacer y rodeado de la gente con la que quiero estar. Estoy convencido de que envejecer no es -o no tiene por qué ser- tan dramático como me lo vendieron.
Quizá es que en el fondo siempre fui un poco viejo en cuerpo de joven. O quizá toda esta reflexión sólo sea un síntoma más de la inminente crisis de los 40. Pura impostura y autoengaño de quien sabe que ya no es joven y se resiste a aceptarlo con deportividad.