El aterrador momento en que un estudiante de piloto abre la puerta de un avión en el aire
Tu cuñado, tu vecina y hasta tu madre los lucen con orgullo
Llega el verano. Y con él, caen las mangas largas y afloran los pantalones cortos. De manera paralela, aparecen los tatuajes de toda clase y condición: realistas, simbólicos, artísticos o ‘talegueros’, esos que con el paso de los años se han ido borrando hasta quedar reducidos a una irreconocible maraña de grises.
Hace no tantos años lucir un tatuaje era signo inequívoco de atrevimiento: llevarlos te podía acarrear problemas en el trabajo si éste era de cara al público e incluso dificultades para acceder a una oposición. Al fin y al cabo, la época en que introducirse tinta bajo la piel con una aguja era patrimonio exclusivo de expresidiarios y gente de mal vivir no quedaba tan lejos.
Hoy todo ha cambiado. Tatuarse en cualquier parte del cuerpo -quizá con la excepción de la cara, algo sólo apto para los muy osados- se ha convertido en algo transversal e intergeneracional. Los encuentras mires donde mires, hasta el punto de que lo raro es, casi, encontrar a alguien que lleve brazos, piernas y espalda completamente limpios de tinta.
“Me tatué un tribal en la pierna a finales de los 90”, recuerda Álex, que hoy acaba de cumplir 35 años. “En aquel momento se llevaban mucho ese tipo de tatuajes, pero dar el paso y hacérselo implicaba algo parecido a un acto de hombría. Te confería un aura de malote y de guay. Ambas cosas hoy me resultan bastante ridículas”, ríe. “Sí: la verdad es que es horrendo”, reconoce, “pero lleva tanto tiempo ahí que ya prácticamente ni lo veo”.
“Mi amiga Pati estaba haciendo prácticas de esteticién, y tenía acceso a una máquina de tatuar”, recuerda María, de 38. “Le pedí que me hiciera unas estrellas debajo del ombligo un día que estábamos de resaca. Mira, echa un ojo”. Me las muestra: cinco estrellas de cinco puntas cada una más descolorida que la anterior, y ciertamente deformes. “Son lo puto peor, ¿a que sí? Me he planteado taparlas con otro tatuaje, pero creo que van a estar ahí hasta el día que me muera”.
“Cuando me hice mi primer tatuaje, hace 20 años, mi madre se llevó un buen disgusto”, cuenta Juan, de 33 años, y tatuado desde los 17. “Se llevó las manos a la cara y dijo ‘Ay, Dios mío, ¿pero qué has hecho?’ Fue un mal trago”. Hoy, Juan lleva cinco tatuajes más. “No te diría que ya le da igual, pero es que hasta sus amigas llevan tatuajes: ni siquiera es ya propiedad exclusiva de los jóvenes. Y en cierto modo me alegro de que sea así”.
Karen Labrado (@karentatt) trabaja en varios estudios de tatuaje. Y tiene una opinión clara. “La visión de la sociedad hacia los tatuajes ha avanzado mucho, pero aún queda mucho trabajo por hacer”, reflexiona. “Es cierto que ya no se ve como delincuentes a las personas que llevan unos pocos tatuajes, pero hay muchísimos sitios en los que te siguen mirando raro. No me refiero a cuando llevas uno o dos, sino a los que llevamos brazos, piernas, pecho y varias zonas grandes del cuerpo tatuadas”, explica.
Es cierto: la connotación de rebeldía que llevaban asociados los tatuajes se ha perdido, al menos en parte. “Ese significado se lo daba sobre todo la gente mayor. Pero cada vez hay más personas de todas las edades que se tatúan, así que yo creo que se percibe como algo más de modernos que de rebeldes”, apunta Karen. “Algo que se hace, o bien para plasmar un sentimiento o recuerdo en la piel, o meramente por capricho o estética. Para mí ambas opciones son válidas”, asegura.
David Mora trabaja en uno de los estudios más reputados de la capital, Mao & Cathy. Y considera que hemos pasado de un extremo al otro. “Antes se le daba demasiada importancia: tatuarse era algo casi místico, una decisión que tenías que meditar mucho. Al fin y al cabo, es algo para toda la vida. Ahora si no llevas ninguno eres el raro. ¿Mi opinión? Ni tanto, ni tan calvo”.
En su lugar de trabajo, David comprueba cada día la generalización de esta forma de arte. “La gente te pide cosas que ha visto por la tele, o en el brazo de algún futbolista. Y se tatúa sin pensárselo dos veces. Se ha banalizado hasta límites casi ridículos. Pero por mi parte, yo seguiré poniéndole el mismo cariño que cuando empecé”.