El aterrador momento en que un estudiante de piloto abre la puerta de un avión en el aire
No es el título de una telenovela (aunque pueda parecerlo)
De pequeña soñaba con vivir en un céntrico piso en Madrid con un precioso husky al que saldría a pasear con mis mejores galas porque, cómo no, sería una periodista de fama mundial y estaría forrada. Tras unos años de soltería buscada y elegida, se me caerían las bolsas de la compra a la salida del supermercado y un apuesto hombre me ayudaría a recogerlas quedando prendado de mí, y yo de él, en cuestión de segundos. ‘The End’. ¿Os ha gustado la película? Pues a mí también, pero ya no me la creo.
Exceptuando que sí que he llegado a ser una periodista mundialmente conocida en mi casa (y puede que también en la de mis vecinos), el amor ha jugado conmigo al escondite. Por más que lo he buscado, no lo he encontrado. Os seré sincera, mi relación más estable con un hombre no ha superado los seis meses. Y el récord lo tiene mi novio Juan del instituto. Como para no echarse a llorar.
Con veintisiete años conocí a Pablo en unas clases de inglés. Fue amor a primera vista, al menos para mí. Yo le gustaba (a mí él me encantaba), pero lo primero que me dijo fue que estaba buscando trabajo en Alemania y que se iría sin dudarlo. Comenzamos a salir, pero yo ya sabía que lo nuestro no iría a ninguna parte.
Bonita manera de iniciar una relación. Lo sé, ¿cómo no vi venir la catástrofe? Porque en mi mente, retorcida y cruel, me veía paseando por Hamburgo (ciudad a la que se mudó cuatro meses después de iniciar nuestro ¿noviazgo?) aun cuando él me dejó claro que yo no estaba incluida en la aventura.
“Te quiero, pero necesito vivir esta experiencia en todas sus facetas”, me dijo al despedirse de mí en el aeropuerto. Y sí, por “vivir esta experiencia en todas sus facetas”, Pablo se refería a ligar con todas las rubias de ojos azules alemanas posibles. Lo del “Te quiero” supongo que lo dijo por deferencia.
Un año más tarde, y sin haber perdido todavía la esperanza de dar con lo que todas mis amigas parecían encontrar sin apenas esfuerzo (amor), un chico llamado Juan (ese nombre me persigue) me hizo tilín. Era amigo de unos amigos, nos dimos los teléfonos y comenzamos a salir.
Todo parecía ir como la seda hasta que un día me dijo: “Tú es que lo que quieres es un novio”. Genial. No me hizo falta ser muy lista para darme cuenta de que él no buscaba una novia. Sin embargo, yo permanecí impasible ante tal comentario y seguimos quedando hasta que una fría noche de enero me dijo: “Creo que es mejor que no sigamos viéndonos”.
Yo lloré en mitad del restaurante, él pagó la cuenta y salimos a la calle. Fue entonces cuando me derrumbé (habían sido 29 años de búsqueda incansable). Le dije de todo pataleando como una niña pequeña. “¿Te das cuenta de que todo lo que me estás recriminado no tiene que ver solo conmigo?”, me dijo sin inmutarse. El chico era y es listo. Lancé sobre él toda mi frustración por no haber conseguido encontrar al “hombre de mi vida”. Expresión que odio con todas mis fuerzas.
Y ahora que conocéis las dos historias amorosas que más me han marcado a lo largo de mi vida (el resto son follamigos y rollos de una noche), os diré algo. Ni se os ocurra juzgadme por estar resentida con el género masculino. Y mucho menos las mujeres. Hace poco, mi amiga María me dijo en medio de una discoteca: “Es que cuando hablas de los hombres se te nota que estás como rabiosa”. “Es que lo estoy”, sentencié. Y ni me arrepiento ni pido perdón por ello. Es un sentimiento totalmente normal, o eso creo yo.
A lo largo de mi vida, siempre he creído que algún día sería como mis amigas. La mayoría conocieron a sus parejas en la universidad o en los primeros años de su vida laboral y desde entonces están juntos. Blanca, María, Paula, Almudena… Todas ellas han vivido historias de chico conoce a chica, se enamoran, se van a vivir juntos, se casan y ahora esperan un hijo. Así de fácil. No os miento. De hecho, un día una de ellas nos miró a las solteras que quedamos en el grupo y nos dijo: “No es tan difícil tener pareja. No sé qué hacéis mal”. Quién quiere enemigas teniéndola a ella.
Mi psicóloga siempre me dice que si di con estos perfiles de hombre que no querían comprometerse es porque, en el fondo, yo tampoco quería. ¿Tanto sufrimiento si yo tampoco quería tener pareja? No me convence. Así pues, mi mente vuelve a jugarme una mala pasada y me hace creer que soy yo la que no vale. ¿Por qué no soy elegida por un hombre para quererme como lo han sido mis amigas? Que venga Iker Jiménez y me lo explique.
Hay veces que me odio a mi misma por obsesionarme con la idea de tener pareja. Es como si necesitase marcar la X en esa casilla para sentirme normal. ¿Por qué los hombres no tienen esa presión? “Si tanto quieres tener un novio, apúntate a Meetic”, me dijo Juan, mi ex. Entiendo que desde fuera pueda parecer un capricho, dado que la mayoría de gente chasquea los dedos una noche y tiene pareja durante cinco años. No es tan sencillo.
Estoy resentida con los hombres no por el hecho de que me hayan hecho daño (o quizá el daño me lo hice yo misma, vete tú a saber). Estoy resentida con los hombres porque ellos son educados socialmente en la libertad de tener o no una pareja. Y yo, con Disney y todas las películas y libros de amor romántico, he creído que uno de mis fines últimos en esta vida es que un hombre me quiera.
Y sí, tengo 34 años y llevo dos en terapia para intentar despegarme de ese sentimiento, pero yo les digo a todas las mujeres que me juzgan, y que, curiosamente, tienen pareja: “¿Acaso no os sentirías igual que yo si aún estuvieseis solteras?”.