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Es un clásico en todo concierto que se precie
A mitad de uno de sus conciertos en solitario, Jeff Tweedy, líder de la influyente banda estadounidense Wilco, dejó de tocar para interpelar directamente al público.
“Tengo una pregunta para los que no paráis de hablar: ¿Qué tengo que hacer? ¿No estoy tocando las canciones que queréis oír? Habéis pagado dinero por venir, pero sólo habláis. Y sinceramente: no lo entiendo”, se lamentaba, al tiempo que se iba calentando más y más. “¿Creéis que es posible que cerréis la puta boca un minuto?”.
De entre las cosas más curiosas de aquel vídeo, que no tardó en hacerse viral, destaca el hecho de que nadie pareció darse por aludido: todo el mundo aplaudió la feroz regañina de Tweedy. Como si no fuera con ellos.
Como si sus comentarios, chascarrillos y risas no contribuyeran al constante murmullo que tanto molestaba al músico e impedía a buena parte del público disfrutar de la intimidad de una actuación intimista, con una guitarra acústica como único acompañamiento.
La realidad es que, aunque la escena tuvo lugar en Estados Unidos y hace ya diez años, la anécdota podría extrapolarse a cualquier dudad española de la actualidad. Y es que, digámoslo alto y claro: el silencio es una cosa que no casa bien con el espíritu del español medio. Y menos aún cuando cae la noche y hay ganas de divertirse y copas de por medio.
No falla: sea el género que sea, acudir a un concierto supone, casi sin excepción, tener que bregar con personas que no paran de hablar durante todo el recital. Una actitud que, como a Tweedy, cada vez molesta a más músicos, pero también a un elevado porcentaje de los asistentes, esos que se pasan el concierto mandando callar o mascullando entre dientes.
“Es algo que sencillamente no soporto”, cuenta Juan, aficionado a ir a conciertos a menudo.
“Me molesta tanto que, de hecho, cada vez me pienso más ir a un concierto si es en un bar o en un tipo muy concreto de sala, en la que parece que las características del local invitan a la juerga y no a disfrutar de la actuación. Si el concierto es un teatro la cosa cambia: la gente entiende que, si estás sentado, hablar a gritos con el de al lado no está bien visto. Y no lo hacen”.
“Tengo la sensación de que, para mucha gente, los conciertos son más una cuestión de agenda que de verdadero interés por la música”, cuenta María, otra asidua a conciertos.
“Gente que va a ver a otra gente o a dejarse ver. Y creo que eso es incompatible con disfrutar de un buen concierto: no me explico cómo tienes la oportunidad de ver a un artista y pasas de él. Eso sí: luego sacas el móvil para hacerte un selfie o grabar un vídeo y dejar claro que has estado allí”.
Marcos Ayuken es promotor de conciertos y manager. Ha visto desfilar ante sus ojos a bandas de todo pelaje y estilo. Y como melómano, también sufre la incontinencia verbal de parte del público.
“Creo que pasa lo mismo en todas las escenas y conciertos”, cuenta, ”pero cuando hablamos una banda acústica, de folk o de soul se oye más. Si vas a ver a Obus en la Riviera no se oye y no molesta, pero hay el mismo nivel de ruido”.
En opinión de Marcos, no es un problema exclusivo de España, aunque quizá aquí la tendencia es un poco más acusada que en otras latitudes. “Creo que a nivel global hay un punto más de respeto al artista en otros países que en el nuestro”, reflexiona.
“En España no se acaba de ver al artista como tal, sino como a una especie de titiritero que está ahí para entretenerte. Y si no lo hace, te pones a hablar”.
La clave, pues, es que el concierto es “un plan más de la noche”, en opinión de Mardod. “Otra parte de la fiesta, como ir a cenar o a tomar chupitos. A ello se le une el hecho de que “a los conciertos va cada vez más gente, y no sólo fans del artista. Eso ocurre especialmente en ciudades más pequeñas, donde un concierto es un acontecimiento donde te juntas a ver a la gente independientemente de que te interese el artista que toque”, añade.
La música genera sentimientos muy poderosos. Es capaz de llevarte a lugares increíbles. Pero es difícil viajar con ella si tienes a tu lado a alguien que no parece dispuesto a callarse salvo para darle un trago a su bebida. Quizá la culpa de ello pasa por el hecho de que mucha gente sigue considerándola mero ocio, y no cultura. Entretenimiento casual, y no algo que merece el mayor y más silencioso de los respetos.