El aterrador momento en que un estudiante de piloto abre la puerta de un avión en el aire
¿Quién da la vez?
En pocas semanas pondré rumbo a Estados Unidos para convertirme en estudiante y en animadora y novia del capitán del equipo de fútbol de la universidad (lo primero seguro, lo demás ya se irá viendo).
Sí, como no me bastaba con ser autónoma en España, he decido que qué mejor que gastar mis escasos ahorros en vivir en mis propias carnes el sueño americano. Un deseo que ha comenzado con una decepción del tamaño del país al que me mudo desde que puse un pie en la embajada estadounidense en Madrid para pedir mi visado.
Los papeles y gestiones que tuve que completar vía online me auguraban una experiencia única e irrepetible. La cantidad de cuestiones que tuve que responder respecto a mi vida privada, laboral, el pasado de mi familia, mis tendencias ideológicas, mi raza, etc., me hacían sentirme como en el mejor capítulo de una serie de forenses.
Ya me imaginaba entrando en la embajada y siendo acompañada por el personal de seguridad hasta una sala con un micrófono y una grabadora en la mesa en la que quedarían plasmadas mis respuestas a unas preguntas que serían formuladas por una pareja de agentes secretos; uno bueno y uno malo, por supuesto. Pues ‘no way’, queridos amigos.
En el último de los emails que recibí con las instrucciones para acudir a mi entrevista en la embajada se hacía especial hincapié en que solo llevaras los documentos y el pasaporte. Terminantemente prohibido quedaba el uso de bolsos, mochilas, teléfonos móviles, portátiles…
Así pues, cojo un taxi en la puerta de casa con una carpeta donde llevo todos los papeles, un billete de 20 euros, el DNI, las llaves y se acabó. Me siento desnuda. Ya no recordaba lo que era salir a la calle y que nadie puede contactar conmigo (ni yo con ellos).
Son las 9:30 y el taxi para enfrente de la puerta de la embajada. “¿Hola? ¿Estoy en Pachá un viernes por la noche?”, me digo mentalmente cuando veo la cola que hay para entrar. Como si de la mejor discoteca de moda se tratase, un señor nos da la bienvenida en la calle, tablet en mano.
Le digo mi nombre y el tipo de visado que vengo a solicitar. Él me apunta en su libreta tecnológica y me dice que si no llevo nada más encima. “No, es que en el mail erais muy claros con las instrucciones”, le digo. “Mira qué bien, una que se lee por fin lo que hay que hacer”, me dice.
Normal que flipe. Soy la única de la fila que le hizo caso a la frase “nadie podrá acceder a la embajada si incumple estos requisitos”. El resto, vete tú a saber, prefirieron vivir al límite.
Mientras espero en la fila, me pregunto qué pasará con el resto de personas que han decidido pasarse las normas por la estatua de la libertad. ¡Sorpresa! La cola avanza y entro por fin en la embajada. Somos cuatro personas y estamos en una garita de seguridad que da acceso a las instalaciones.
Donald Trump me espera, ¡qué nervios! O bueno, su foto, pero da lo mismo. Llega una chica de seguridad privada (nada de FBI) y les pide a todos, menos a mí, que dejen sus mochilas, móviles y demás en unas bandejas. Les da un número, como en los roperos de los cotillones, y les dice que lo recojan cuando salgan. Pero ojito ahí que el móvil se lo devuelve con la condición de que no lo enciendan. Yo alucino, claro está.
Me mira extrañada porque he hecho caso a las instrucciones que se me facilitaron y me pide que pase por el arco de seguridad. Sin móvil, sin mochila, sin bolso, sin portátil… Pero pito. ¡Alegría! “¿Llevas llaves?”, me pregunta. “Sí”, le digo sacando un llavero con forma de palmera. “Vaya, eso va a ser… A ver… Mmmm…. Este llavero puede ser peligroso. Mejor déjalo en la bandeja y recógelo a la salida”, me contesta. Vale, atentos todos. ¿Acababa de dejar pasar a tres personas con móviles, con los que se puede activar, por ejemplo, una bomba a distancia, y a mí me quitaba un inofensivo llavero en forma de árbol tropical? Totalmente lógico porque de todos es sabido que los mayores atentados terroristas han sido perpetrados con llaveros en forma de palmera. De locos, en serio.
Una vez fuera, entro en una sala en la que tendrá lugar mi entrevista. Una chica que espera en la puerta me da un número tras preguntarme qué tipo de visado voy a pedir. Y qué decepción, queridos.
Es una habitación con cinco ventanillas al fondo donde unas cuarenta personas estamos esperando turno. Una televisión colgada de una pared anuncia el siguiente turno y la ventanilla por la que tienes que pasar. Hay sillas donde los que allí nos encontramos podemos sentarnos y hablar con el de al lado sobre qué visado estamos solicitando. ¡No sé la de historias que escuché esa mañana! Qué ganas de hablar con desconocidos tiene la gente, oye.
Abuelas que viajan a Wiscosin a conocer a sus nietos porque sus hijos se casaron con “americanas” (“ya señora, pero del Norte o del Sur”, me pregunto yo mentalmente), parejas recién casadas en el que uno de los cónyuges es americano pero reside en España (viva el amor sin fronteras), un ingeniero al que mandan por trabajo a Texas y que está deseando calzarse unas botas y un sombrero y disparar un rifle con cuatro latas de cerveza en sangre, una cantante de ópera que vuela a Nueva York para una función y necesita un Visado artístico…
Pero vale, al ser una sala de espera al uso pues es normal que se forjen amistades pasajeras. Lo que me llamó muchísimo la atención fue que las ventanillas, con un cristal que separa entrevistador de entrevistado, contaban con un micrófono al que hablarle y con un altavoz para escuchar las preguntan de tu interlocutor.
Y el volumen estaba, por qué no decirlo, más que alto. Me enteré de todos y cada uno de los visados que fueron aprobados o denegados antes que el mío. Historias profesionales, nombres, datos personales, estados civiles… Fantasía y color. ¡Viva la protección de datos!
Mi número aparece en pantalla y mi corazón se dispara. Yo ya envié todos los papeles y Donald Trump ya sabe qué voy a estudiar, dónde, cuánto dinero tengo en el banco y si mis familiares tuvieron algo que ver con el Holocausto (pregunta real que tuve que contestar en el formulario de petición de visado).
Estoy nerviosa porque la entrevista es en inglés y mi oído y mi boca pueden jugarme malas pasadas. “Hola, ¿entonces vas a California a estudiar producción?”, me dice la chica en un inglés perfecto.
“Sí, eso es, producción”, le contesto con acento manchego, maravilloso. “Pero, ¿qué tipo de producción?”, insiste. “Pues de cine y televisión”, respondo al borde de la taquicardia.
“Aquí pone que solo vas por seis meses”, contraataca. Paro cardiaco, es oficial. “No, no, el curso dura un año”, le digo totalmente pálida. “Ah bueno, pues dame tu pasaporte”, me contesta con una sonrisa en los labios y en perfecto español.
O yo he estado contestando a preguntas de las que no he entendido el significado y la chica ha desistido y ha decidido pasar a español o esta es la entrevista más absurda del planeta. “¿Qué colonia llevas?”, me pregunta cuando yo estoy intentando todavía descifrar en mi mente lo que acaba de ocurrir. “Carolina Herrera”, le digo.
“Me encanta”, me dice encantada de la vida. Sin embargo, aún quedaba la traca final. “¿De dónde viene el dinero que tienes en el banco?”, me pregunta. “Pues… de mis ahorros”, le digo. “¿Y esos ahorros de dónde vienen?”, me insiste.
“Pues de mi trabajo”, le contesto con cara de “pues a ver amiga, aunque viniesen del narcotráfico no te lo iba a decir y tú y yo lo sabemos”. Unos segundos de silencio más tarde, el visado es mío.
“El pasaporte te lo enviaremos a casa en una semana. Nunca entres y salgas del país sin la carta de aceptación de la universidad y que pases un buen día”, me indica.
Sin saber muy bien todavía qué pasó al inicio de la entrevista, me armo de valor y le digo: “¿Qué fue lo que me preguntaste al principio? Que quiera saber si es que no te entendí”.
Me mira sorprendida y me dice soltando una carcajada: “¡Ni me acuerdo!”. Pues nada, todo bien. ¡Viva el sueño americano!