El aterrador momento en que un estudiante de piloto abre la puerta de un avión en el aire
Feliz y próspera soltería
“Nochebuena en casa de mis padres en Toledo, Navidad en la de los suyos en Bilbao, Nochevieja con sus primos en Valladolid, Año Nuevo pasaremos por Madrid para visitar a mis tíos y Reyes iremos a ver a sus abuelos a Cádiz”, me cuenta mi amiga Almudena sin tan siquiera parpadear. Casada desde hace cinco años (y ennoviada con el mismo hombre desde hace diez), admiro la manera en la que me habla de sus planes navideños como si fuese algo de lo más normal. A mí, por el contrario, me parece que Jesús Calleja ha hecho menos viajes en todas las temporadas de su ‘reality’ aventurero.
Y es aquí, en estas conversaciones aparentemente nimias, donde yo encuentro un clavo más al que aferrarme a mi elegido (y a veces odiado) estado civil: la soltería. Que no me gusta la Navidad es algo que todo el mundo que me conoce sabe de sobra. Las comidas, cenas y eventos varios donde nos empujamos a coincidir con familiares a los que hemos esquivado durante meses (y a propósito) no son santo de mi devoción. Sin embargo, al menos puedo presumir de compartir estas fechas con MIS familiares y no con los de los demás. Y ojito a este matiz porque no es moco de pavo (aunque eso es más de Acción de Gracias).
Una de las cosas que más me tira para atrás en el tema de las relaciones sentimentales es pensar que tendré que pasar tiempo con los familiares de otra persona. Sí, otra de mis ideas locas y extrañas, pero mi mente funciona así y no hay quien la pare. No me imagino pasando la Nochebuena escuchando chistes malos de alguien que no sea mi tío Antonio, ni discutiendo sobre política con el marido de la prima de mi chico, por poner un ejemplo. Porque yo me pregunto, ¿quién es toda esa gente? Y vosotros me diréis, “pues chica, tu familia política”. Vale, vale, eso ya lo sé. Pero yo me refiero más al hecho de qué es lo que nos une a ellos.
Nos une una persona: nuestra pareja. Y punto. Ahí se acaba todo. Y esto, queridos, a mí no me parece motivo suficiente como para tener que abrazar al nuevo novio de la sobrina de mi chico justo cuando acabo de sufrir un atragantamiento con la ingesta de la última uva. Fijaos si el lenguaje es maravilloso que llamamos ‘familia política’ a los que vienen de regalo con nuestras parejas. Política: una palabra que implica tensiones, acuerdos, broncas… A nadie le gusta hablar de política. Es un tema escabroso, que genera malentendidos y que nadie acaba de entender. Justo como ‘los postizos’. Sí, otro término con el que denominamos a los familiares de nuestros compañeros sentimentales porque, no nos engañemos, son de quita y pon, como nuestras parejas.
A estas alturas de la película muchos creeréis que no tengo corazón, pero lo que me pasa es que soy de las que creen que la sangre tira mucho. Igual que uno no soporta a los hijos de los demás pero sí a los suyos, lo mismo pasa con el árbol genealógico. El propio se hace querer, el ajeno no. Quizá el problema también sea que no me imagino pasando la Navidad alejada de mi familia. ¿Me ponen de los nervios?
Por supuesto. Pero comparto ADN con ellos y eso hace que pueda enfadarme, discutir y decirles que me están poniendo de los nervios sin que eso suponga una crisis familiar. ¿Acaso le puedo decir a mi suegra que si puede quitar de una vez esa música navideña con la que llevamos cenando cuatro horas sin que se lo tome como una ofensa personal? No. O bueno sí, pero pasaría inmediatamente a ser la nuera desagradecida y rancia.
No estoy diciendo que uno no deba juntarse jamás con su familia política, ni mucho menos. Simplemente expongo que debería poderse estar en pareja y, llegada la Navidad, hacer las maletas y que cada miembro de la misma se fuese con sus respectivas familias. Que no quiera pasar las fiestas con ‘desconocidos’ no quiere decir que no tenga corazón. Pero es que cada familia es un mundo.
Con sus costumbres, sus bromas, sus manías, sus extrañezas… Me sentiría rarísima cenando en Nochebuena en una mesa repleta de gente a la que apenas conozco y en una casa que no es la mía. Llamadme sentimental, pero en mi casa, en la comida de Navidad, todos nos sentamos siempre en el mismo lugar, hacemos un mini amigo invisible de cinco euros, cantamos un viejo villancico que nos enseñó mi abuelo…
Recuerdo la primera vez que mi prima Carla se la saltó porque ‘tenía’ que comer en casa de los padres de su chico. Bajona absoluta. “¿Es que cómo voy a decir que no?”, recuerdo que me dijo.
En aquel momento pensé que llevaba razón. Pero con el tiempo creo que el hecho de querer pasar las Navidades con TU familia no tiene nada de malo. Además, con tu pareja convives todos los santos de los días. Lo mismo hasta os queréis más cuando paséis un par de fiestas en la distancia. Por probar…