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LA PORNOGRAFÍA SE ESTUDIA COMO FENÓMENO SOCIAL Y PRODUCTO CULTURAL

¿Debe el feminismo censurar el porno?

El porno se estudia. Sí, quizá tú lo ves, te corres o te aburres. Pero hay quien, desde diferentes disciplinas, lo analiza como fenómeno, producto cultural o en el caso del feminismo, se plantea si hay que censurarlo o disfrutarlo. ¿Cosificación? ¿Libertad sexual? ¿Violencia contra las mujeres? ¿Arte? El debate sigue abierto y las posturas parecen ser cada vez más irreconciliables.

¿Es incompatible el feminismo con la pornografía?Getty Images

Podemos situar el origen de esta confrontación de ideas en 'Teoría y Práctica: Pornografía y Violación' (1974) de Robin Morgan y posteriormente en Against Our Will: Men, Women and Rape (1975) de Susan Brownmiller.

Con contundencia, prescindiendo del arte erótico y rechazando la censura como estrategia, Morgan sentenciaba: “La pornografía es la teoría, la violación es la práctica”. Por su parte, Brownmiller, creía que la pornografía era una forma de propaganda que humillaba a las mujeres y, en esa línea, rechazaba cualquier argumento liberal que la tolerase bajo el marco de la libertad de expresión.

El enfoque feminista anti-porno comenzaba entonces a fraguarse. No obstante, no sería hasta la década de los años ochenta cuando alcanzaría una mayor popularidad en EE.UU a través de Andrea Dworkin (“El poder masculino es la razón de la pornografía”) y Catherine MacKinnon (“¿Cómo pueden otorgar las mujeres consentimiento al sexo en una sociedad constituida para oprimirlas?).

Como férreas feministas radicales, ambas partían de la premisa de que en una sociedad patriarcal y donde el control es ejercido tradicionalmente por los varones, toda propuesta cultural está dirigida al mantenimiento de la violencia contra las mujeres.

El pensamiento de esta corriente llegó a materializarse políticamente en varias ordenanzas que perseguían el contenido pornográfico y que hostigaban a libreros, artistas y editores. La derecha había encontrado en las feministas anti-porno, toda una alianza para censurar aquellas expresiones sexuales (como la homosexualidad, el fetichismo, el BDSM o el uso de vibradores) que atentaban, según su criterio, contra el orden social y las buenas costumbres.

Semejante acción debía preservar el coito, la heterosexualidad y la monogamia conyugal. Finalmente, en 1986, este ejercicio de censura sería declarado por la justicia como una violación del derecho de libre expresión reconocido en la Primera Enmienda.

Sin embargo, las anti-porno no solo se habían topado con la ley. Cuatro años antes, ya se había organizado un bloque feminista que resistía sus embistes. La inspiración llegó a través de la conferencia Hacia una política de la sexualidad (1982) celebrada en el Barnard College de Nueva York y que tendría a Carole S. Vance como organizadora.

El evento, que había sido concebido para ampliar el análisis del placer en las teorías feministas y asumir el goce como un elemento fundamental para la identidad y liberación de las mujeres, inspiraría la creación del Grupo de Acción Feminista contra la Censura (1984) y la corriente “pro-sex”.

El cisma quedaba inaugurado. Aunque ambos grupos criticaban el contenido sexista y reflexionaban sobre las condiciones de las escenas, sus planteamientos y estrategias eran muy dispares. ¿Cabía la posibilidad de que la pornografía fuera un placer? ¿O estrictamente ponía a las mujeres en peligro?

¿Era ético que las anti-porno se organizaran junto con el gobierno de Reagan para imponer la censura? ¿Cómo juzgar, bajo el argumento del sexismo, el porno gay? ¿Cómo conciliar el hecho de que la pornografía pueda excitarte, pero presente una imagen estereotipada de la mujer, de la feminidad?

¿Y si la subversión y redefinición de las tradicionales representaciones sexuales pudiera dotar a las mujeres de una mayor capacidad de agencia? Si es posible tener relaciones sexuales sin coacción, donde las mujeres no somos ni nos sentimos humilladas y oprimidas, ¿será posible también grabarlas?

La respuesta cruda es que la teoría de Dworkin y MacKinnon es insuficiente. En primer lugar, las violaciones existen antes del porno. La violación no es sexo sino violencia. En segundo lugar, “a más porno, menos agresiones sexuales”. Así lo sostiene el sexólogo Michael Castleman o los estudios que dirigieron Berl Kutchinski y Milton Diamond. Otro aspecto a valorar es que la mayoría de personas estamos expuestas a contenidos pornográficos y solo una parte de ese total, en su mayoría varones, comete una violación.

Cuestionar esto quizá nos acerque a una posición anti-censura y liberal, pero no por ello negacionista sobre la existencia de representaciones sexistas y abusos en el porno. Si somos capaces de entender que el patriarcado ha definido tradicionalmente la sexualidad de las mujeres, reprimiendo el conocimiento de su placer, santificado la virginidad y estigmatizado a aquellas que exhibían un comportamiento sexual activo o no normativo, quizá podamos comprender lo siguiente.

¿Y si en lugar de censurar la industria del porno, optamos por hackearla creando mejores condiciones y nuevos contenidos, ya sean de carácter mainstream o alternativo?

Así parece que lo ha entendido Nina Hartley, Erika Lust, April Flores o Madison Young. No solo parece lo más plausible a medio plazo, sino también lo más realista con respecto a los deseos y fantasías de las mujeres. Merecemos corrernos con un porno, que incluso allí y cuando se representan escenas consentidas de BDSM, no nos denigre como sujetos.

Y por supuesto, quienes no gusten de este tipo de contenido tienen la libertad de no verlos, elegir otras escenas que sean más suaves o atreverse a experimentar con su propia cámara.

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