El emotivo momento en que un niño paciente de cáncer se reúne con sus hermanos tras seis meses en el hospital
MESES ANTES ME HABÍA DESEADO POR MAIL LO PEOR
El otro día quedé con un desconocido que, meses antes, me había deseado un mal extremo en un mail enviado a las 4 de la mañana. "Ojalá nunca nadie más te dé trabajo y todas esas ideas de mierda que tienes se te pudran en el cerebro y no tengamos que sufrirlas más". Esa, si mal no recuerdo, había sido su frase estrella, el pico más alto de su odio hacia mí.
Obviamente, había recibido amenazas más potentes que esta: amenazas de muerte, denuncias, maldiciones que me mantenían unos días con el corazón en vilo. Pero, por alguna razón, este troll me llegaba más que los demás y le ofrecía cierto crédito por el hecho de que escribía bien, y parecía razonar cada flecha de odio que lanzaba.
En un momento dado, incluso empecé a sentirle como una presencia importante en mi vida. Una especie de tío lejano pesado que te ofende y te increpa en cada comida familiar, pero que se ha convertido en un personaje imprescindible del que extraer batallitas y frases altamente ofensivas, pero magistrales.
Llegados a un punto, llegué incluso a soñar con él. Nos habíamos perdonado todo el daño infligido redes sociales mediante y caminábamos por un sendero flanqueado por altos cipreses. Había calma en ese sueño. Se lo conté y me mandó a la mierda. "¿Te estás riendo de mí?", me increpó. "¿Qué sucede en el corazón de un hater cuando se le da la razón y se le responde con toneladas de amor dulzón?", pensé yo. Le envié un emoticono de corazón palpitante. Silencio.
Internet es una selva amazónica, y de vez en cuando me dan directamente en el cogote dardos envenenados como esta bella y delicada frase. Hay jornadas, según el nivel de incomodidad que provoque el artículo que haya publicado ese día, en los que mi paseo por la selva internetera está plagado de bestias oscuras que acechan, de flechas y macacos violentos que me tiran del pelo y me levantan las faldas.
Antes me revolvía, perdía la vida discutiendo con esos elementos, rociándolos de spray antimosquitos, pegándoles con una vara. De un tiempo a esta parte, el acoso por redes -que va del ataque iracundo al despreciativo con sorna, pasando por el sexual- se ha vuelto algo tan cotidiano, que mi cuerpo ha desarrollado, por pura evolución natural, una tupida armadura/mosquitera a prueba de trolls y haters.
Y no es sólo esta estratégica armadura lo que me defiende. En los últimos tiempos siento que lo mejor, una vez acostumbrada a la molestia persistente de los dardos clavándose en la piel. es nutrirme de esos ataques. Así que incluso levanto la celada de mi yelmo protector y recibo las punzadas en los ojos, intentando ver si puedo sacar algo bueno de todo ese veneno. Y, sorprendentemente, puedo.
Una vez que he luchado con hordas de trolls, que he recibido llamadas terroríficas de grupos católicos, que me he sobresaltado ante mails de desconocidos que anunciaban haberme visto magréandome con alguien en tal o cual fiesta y que "no parecías muy lesbiana en ese momento, así que no sé qué haces escribiendo artículos sobre bolleras", que me han amenazado con denunciarme y, en efecto, lo han hecho, una vez que el alma se me ha acostumbrado a este bombardeo de odio -compensado, por supuesto, por oleadas de gente maravillosa creciendo entre las malas hierbas como flores y frutos deliciosos que mitigan el horror de la jungla- la estrategia ante los trolls debe ser otra, no la ocultación ni el bloqueo.
Cada vez que algún troll se me atragantaba, surgían los feroces y decididos "no pierdas el tiempo; bloquéalo". Pero había algo incómodo en ese correr un velo tupidísimo, construir un muro que dejase a los odiadores al otro lado. ¿No podía ese muro del bloqueo crear una falsa ilusión del mundo como lugar perfecto? Si ya es cierto que Facebook y las redes sociales en general son una representación sesgada y deformada del mundo real, ¿por qué sesgar más, por qué deformar más?
Bloqueando sin ton ni son me sentía como esos bebés que, tapándose sus propios ojos creen que los adultos de alrededor no les ven, y se dejan engañar por su cacareo de "¿Dónde está Lucas? ¿Dónde está Lucas?". Bloquear era eso: un juego de autoengaño. Las opiniones malvadas y negativas, el odio, estaban ahí afuera. Borrarlas era sólo dejar que mi muro de Facebook fuese un Jardín del Capricho, hecho a la imagen y semejanza de mi propio ideal de cómo debía ser el mundo.
Así pues, opté por leer todos los comentarios de haters, dejarme inundar por ellos como remontando un tsunami con serenidad, sin hacer aspavientos y sin tragar agua. Me di cuenta, en un acto de contrición casi católico, que los comentarios que más me enervaban eran los que tenían una parte de verdad. Y en eso mi troll favorito, ese al que inundaba de emoticonos de corazones palpitantes, era un experto.
Insistía en que era imposible que yo viviese de escribir, que en España nadie vivía de escribir esas chorradas que yo escribo. Después de insistirle, por activa y por pasiva, de que lo cierto era que lo estaba logrando, después de enfurecerme porque su descrédito y sus malas palabras iban en aumento, me detuve y me dije:
"Es cierto. Este pavo insolente tiene toda la razón. Esto que tú llamas 'vivir de escribir' es simplemente una supervivencia, un plan de vida que podrás mantener quizás unos cinco años más antes de que te estalle la cabeza intentando imaginar un nuevo tema de periodismo inmersivo trepidante/excitante/sorprendente/provocador. En un momento dado, caerás desmayada de puro agotamiento, buscando comparaciones y juegos de palabras que contenten a los lectores".
Así pues, un nuevo camino se abría ante mí. Así como los habitantes de una isla al que el viento incesante no deja casi vivir en paz pueden aprovechar las penosas circunstancias y sacar provecho de la energía eólica, decidí analizar cada uno de los comentarios que más me molestaban y escarbar dentro de mí buscando por qué me hacían tanto mal.
Decidí quedar con él para conocerlo
Si algunos trolls me dañaban tanto, quizás el problema es que ya había una herida fresca que podía arder en cuanto la tocaran. En mi análisis, me di cuenta de que el que más me reventaba la vida era ese, el troll que escribía bien, el que combinaba odio extremo con picos de amabilidad, no sé muy bien si irónica o no. Ese troll que ya era un poco mi familia. Y decidí quedar con él.
Y allí estaba, en una boca de metro del centro de Madrid, esperando a un hombre del que no sabía más que que era sociólogo, estaba en paro y vivía compartiendo piso en el extrarradio. Todas estas cosas las había averiguado cuando, en sus ataques hacia mí, me había desvelado sus desgracias, dejando ver todo un campo de amargura en barbecho.
"Llevo una coleta y voy con una perra pequeña color marrón", le escribo al mail antes de salir de casa.
"Ya sé cómo eres", me responde.
No sé si hay desprecio en sus palabras, pero yo, acostumbrada a su tono de odio perpetuo, así lo siento.
"Tranqui", le digo.
Y me responde: "Esto no tiene ningún sentido".
Y ahí, no sé por qué, siento esas palabras como una especie de comentario dicho entre risas después de besar en una noche de borrachera a alguien a quien no deberías haber besado, alguien absurdo. ¿Hay complicidad y risa en las palabras de mi hater, se está divirtiendo tanto como yo? ¿O es un exabrupto de miedo, del mismo miedo que yo tengo?
Le he insistido en quedar durante un mes, y he tenido que denigrarme para ello, presentarle esta cita como algo tremendamente interesante: una periodista y su hater de cabecera cara a cara, tomando un cortado, carraspeando y preguntándose qué demonios hacen ahí. Así es exactamente cómo sucede.
Temo por mi vida cuando se lleva la mano al bolsillo
Mi hater es más joven de lo que pensaba, no llega a los treinta, pero hay algo viejo y gastado en su mirada y su aspecto. Me niego a decir su nombre y cosas concretas de su aspecto físico. Sólo diré que hay un descuido en él que me resulta entrañable, pero que al mismo tiempo temo por mi vida cada vez que se lleva la mano a los bolsillos. Imagino un Columbine en la cafetería, o un navajazo rápido con huida posterior.
Pidiendo los cafés, evitando mirarnos a la cara, sin saber cómo tratarnos después de los torrentes de ira y frustración que nos hemos lanzado el uno al otro, siento cierta ternura hacia mi pequeño-gran hater. No somos más que dos personas nerviosas que no saben qué códigos manejar. No hay películas que muestren qué hacer en estos momentos. Así pues, le cuento que me he dado cuenta de que soy capaz de sacar cosas buenas del odio que me lanza.
"No me jodas", responde.
Es un adolescente de 30 años, encorvado y malherido. La fantasía de la enfermera que cura el alma herida de un hombre que ha vivido solo en una caverna viene a mi cabeza. Mi hater, mi pequeño salvaje, owgli de mis entretelas, ven aquí, que te voy a embadurnar el alma en Reflex. Tomáte un ansiolítico, que yo me voy a tomar otro. Unamos nuestras almas, te presto un pijamita. No digo nada de eso, pero siento algo parecido por dentro.
Mi perra le chupa la mano, como hace con cualquier persona, y él la aparta. No le hace una sola caricia. Mi hater es como un muro al principio, y después se asoma a ese muro un perro que me empieza a ladrar.
"Bueno, ya está, ¿qué coño quieres?", me dice.
No se ha terminado el café y ya se levanta mi hater, buscando algo en los bolsillos, y yo vuelvo a temer por mi vida.
"Oye, pero no te vayas", le digo.
Quiero sacar algo de esta cita, alguna revelación sorprendente. Él dice que no entiende nada, que no sabe por qué ha venido.
"A ti lo que te pasa es que te aburres mucho", me espeta.
Reconozco en su tono el odio de siempre al que me tiene acostumbrada, esa zona de confort de sofá con clavos boca arriba en el que ya me encuentro cómoda. Se marcha, se aleja mi hater, después de 20 minutos escasos de compartir espacio real, sin pantalla por delante, sólo carne, hueso y dos almas más parecidas de lo que seguramente pensamos. Se marcha y veo su cuerpo prematuramente encorvado hacer un quiebro y desaparecer tras la esquina.
Ahí se van el cuerpo y la cabeza de alguien que me ha escrito: "Sal a la calle por la noche a ver si te encuentra algún violador y te folla bien"; "A ti y a las tuyas habría que prohibirles publicar mierda de este tipo"; "Te crees muy guay, pero sólo eres una puta de la atención".
Queda sobre la mesa su cucharilla, a la que le ha dedicado el único gesto de humanidad de la cita. Después de remover el café, la ha chupado y la ha dejado delicadamente sobre el platito, sin querer manchar la mesa. Esa ha sido su máxima muestra de amor.